domingo, 20 de octubre de 2013

Cosas que hacer en Greifswald cuando (aún) no estás muerto (II)

Volviendo el otro día de la cafetería hacía el laboratorio, tras la rutinaría deglución de las delicadezas con la que allí acostumbran a deleitarnos, un compañero hispanohablante reflexionaba en voz alta: “lo único bueno de Greifswald es que cuando nos vayamos jamás la añoraremos”. Cojonudamente expuesto, sin duda alguna. El caso es que mientras tanto hay que sobrevivir, encontrar algo con lo de entretenerse más allá de las cuatro paredes de mi casa, cuando no me encuentro buscando el mutante maravilloso que me haga emerger triunfal de entre la mierda. En algún momento recurrí a lo de la aguja y el pajar para explicar la dificultad de la búsqueda, pero he llegado a la conclusión de que para hacerle justicia al asunto, sería mucho adecuado decir que es como buscar una aguja en un pajar empleando como sensor un ladrillo atado al miembro viril. Pero no quiero desviarme del tema.

Lo cierto es que en otoño nunca me es complicado encontrar cosas que hacer. Además el tiempo ha sido bastante soleado, al margen de habituales y fugaces chaparrones bálticos. Ya vendrán peor dadas y sobre todo, mucho más oscuras. El caso es que la regularidad de las lluvias y la presencia de algunos bosques mixtos de repoblación bastante maduros en las cercanías de Greifswald propician una gran diversidad de setas, y esto ha sido un motivo de disfrute los últimos fines de semana, sobre todo por el hecho de que algunos hongos poco frecuentes en España aquí son corrientes y molientes, lo que me ha dado la ocasión de examinar unas cuantas especies que sólo conocía a través de la prensa, y a aprender algunas más, lo que es motivo siempre de orgullo y satisfacción. El bosquecillo al que he prestado la mayor parte de mi atención se encuentra a unos 20 minutos en coche del centro de Greifswald en dirección a Anklam, una población legendaria a la que incluso los anklamitas que han conseguido escapar te aconsejan que no vayas ni de visita. Los testimonios de alemanes a los que he podido tener acceso hablan de un lugar devastado, estilo “Mad Max”, en el que bandas de punkis y ultraderechistas se disputan la supremacía entre los escombros. Los mismos testimonios hablan de un sólo punto de interés, el museo de los planeadores, situado allí en justo homenaje al anklamita más afamado de todos los tiempos, Otto Lielenthal (http://es.wikipedia.org/wiki/Otto_Lilienthal), que como no podía ser de otra manera falleció probando uno de sus artilugios. Atentos a la última frase que pronunció en su lecho de muerte, porque me parece de las buenas de verdad.

En dirección opuesta a Anklam, es decir, al noroeste de Greifswald, se encuentra Stralsund, que cuenta con un casco viejo declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. El sitio es más bonito que Greifswald, y diría que tiene rincones cucos, pero ni siquiera los alemanes a los que he interrogado acaban de entender el motivo de la declaración. Ni falta que hace, los de la UNESCO se llevarían su parte y punto. No obstante, al no tener Universidad, es una ciudad más real que Greifswald, con más tiendas, un poco más de gente en la calle, un puerto con actividad más allá de lo meramente deportivo (me gustaría señalar aquí que en Greifswald se encuentra la sede y principal fábrica de la tercera mayor empresa fabricante de yates deportivos del mundo, siendo la principal industria privada de la ciudad) y un museo de los océanos verdaderamente chulo, que recomiendo encarecidamente porque han tenido la delicadeza de exhibir en él piscifauna autóctona y no las mierdas de peces de colores caribeños y polinesios que habitualmente te colocan en esta clase de sitios. En general, los alemanes tienen para los museos un gusto superior. Como dato adicional, Angela Merkel es diputado por Stralsund, según me han comentado.

Ayer fui a Stralsund precisamente, con el objetivo de participar en uno de estas multitudinarias carreras populares en las que participo de vez en cuando. Como no estoy entrenando en condiciones, me apunté a los 12 kilómetros y no a la media maratón. Eché de menos a mis compañeros habituales en este tipo de actividades y se me hizo extraño correr solo desde el primer momento, porque otro compañero mío que también participaba (y que me dió la brasa para que me apuntase) me dijo “buena suerte” dejandome claro que allí cada uno iba a su bola. Cosa que le agradezco infinitamente, porque me dió una motivación clara para esforzarme: humillarlo delante de su familia. Como soy un caballeros no comentaré nuestras posiciones relativas en la clasificación y las marcas. Sólo diré que casi echo el bofe para firmar unos discretos 56 minutos y pico, lo que no es para estar orgulloso, pero teniendo en cuenta la dureza del recorrido, mi grado de entrenamiento y que fui toda la carrera cagándome encima, es como para darse con un canto en los dientes. ¿Que por qué iba yo cagándome encima? Me alegra que me hagan ustedes esa pregunta. Resulta que después de pagar 18 euros de inscripción para tener derecho a participar (en la llegada te dan plátanos cortados a tercios y un vaso de Aquarius, así como una de esas deliciosas medallitas conmemorativas que tanto nos gustan a todos), los organizadores tienen la delicadeza de cerrar los baños del polideportivo no sea que vayas a manchar. Sí, señores: plantaron un armario gordote, unos 200 kilos en canal, frente a la puerta de los baños y allí no pasaba ni Dios, con o sin dorsal de participante. Supongo que la idea era que te metieses a los locales de las cercanias a consumir para mear (calculo que el pagar por mear y cagar fuera de tu casa o tu centro de trabajo supondrá aproximadamente un 1% del PIB alemán), pero en un arranque de orgullo me negué a pasar por el aro... me fui hasta mi coche (6 euros de estacionamiento) y, en un acto de contorsionismo digno de mención, fui capaz de orinar en el interior de una garrafa vacía de líquido limpiaparabrisas (y que luego me digan que por qué guardo esas cosas...). Ahora, el apretón que el frío me causó a causa de ir en mallas no era tan fácil de solucionar con una garrafa... así que me llevé la pieza conmigo durante todo el recorrido. Y creo que hice lo correcto. ¿Cómo era aquello? Ah sí... con dos gotas de sangre y un rayo de sol, hizo Dios una bandera...

domingo, 8 de septiembre de 2013

Vuelta al cole

8 de septiembre de 2013. Quedan 14 meses.

Pues nada, después de un verano relativamente ajetreado, con vacaciones y visitas, me encuentro una vez más arrojado a las limosas costas de Greifswald. Los estudiantes, en su inmensa mayoría, se han escapado durante el verano en busca de prados más verdes, pero los greifswalditas auténticos, los nacios y criaos, han permanecido aquí, custodiando la ciudad, esperando todavía la llegada de aquel enemigo ancestral del que habla la leyenda. Por tanto, sin el nivel de mínimo bullicio que normalmente pueden generar los 15.000 estudiantes a los que el destino deparó esta antiquísima universidad norteña, en las calles no se escucha ninguna otra cosa que no sea el ruido de los motores de los coches, fenómeno que se hace más y más infrecuente a medida que nos alejamos de las dos o tras vías principales que cruzan la ciudad. Durante los fines de semana, el ruido de los utilitarios y las camionetas de reparto es sustituido en buena medida por el de las motocicletas, extraordinariamente populares, abundantes y diversas en esta región de Alemania. Desconozco si esto ocurre en otras zonas del país, pero desde luego mientras estuve en Berlín (ay, dichosos tiempos aquellos) el asunto no me llamó la atención lo más mínimo, o al menos yo soy incapaz de recordarlo. Y me acordaría, porque aunque las motos siempre me han inquietado porque las considero peligrosas, no puedo por menos reconocer que me parecen infinitamente más hermosas que los coches. No entiendo un pimiento de estos asuntos, pero desde mi ignorancia me fascina ver la cantidad de ejemplares de diferentes épocas y cilindradas, por lo general en perfecto estado de revista, que la gente saca a relucir los domingos por la mañana, los cascos belicosos de pilotos sujetos con ambas manos a manillares relucientes, a horcajadas sobre chasis impecables y ricamente ornamentados, pavoneandose en grupos más o menos numerosos, brillantes bajo este sol tibio y agónico, mientras surcan las euclídeas planicies de Pomerania occidental.

El verano aquí ha sido verde y plácido, por tanto. No ha llovido demasiado, no ha calentado demasiado, el cielo ha permanecido casi siempre azul. Como amanece muy pronto, al salir de casa hacia el trabajo la mañana ya se ha caldeado y, aun yendo en bici, puede uno prescindir de chaqueta y de otra clase de engorros. Pero esta época feliz toca a su fin. Todos aquí lo sabemos. Los días se acortan a una velocidad alarmante y el sol, perezoso y exhausto, se aproxima cada vez más a esa trayectoria rasante y horizontal que caracteriza el riguroso invierno greifswaldita. En el frescor del crepúsculo ya puede uno escuchar a los zombis arañando la tierra bajo sus pies, atraidos por el frío, la oscuridad y el olor de la carne fresca estudiantil que poco a poco va desembarcando en el apeadero fantasmal al que aquí llaman estación central.

Serán tiempos de trabajar mucho y reir poco, de apretar dientes y poner muchas velas a San Judas Tadeo, a la busca de esa aguja en el pajar, ese mutante milagroso que me saque de la mierda (y si además es capaz de hacer que a mis enemigos se les caiga el miembro viril a pedacitos, tanto mejor).

Arrepentíos fariseos, vendemotos y charlatanes, pues vuelve el invierno. Y viene para quedarse.

sábado, 6 de julio de 2013

Una explicación plausible

Y en un momento determinado, un desgraciado pueblo, huyendo sólo Dios sabe de qué salvajes atrocidades, llegó a las orillas de una bahía somera en la que un mar parduzco y salobre, bajo un cielo plomizo, zarandeaba mansamente los limos de la playa. Eran los greifswalditas, aunque en aquellos tiempos probablemente tendrían algún otro nombre. Tras atravesar el verdor de la gran llanura europea, su fuga había dado con un obstaculo que no podrían superar: el mar Báltico. Agotados, ya sin ninguna esperanza, decidieron morir con dignidad. Ya no huirían más. Acamparían allí una última noche, masticando cabizbajos y en silencio sus postreras reservas de harina y col agría, y, aun sabiéndose seguros perdedores, afrontarían a sus enemigos a la mañana siguiente. Se dice que arrojaron a sus hijos más pequeños, aquellos que no podían empuñar ninguna arma, a las oscuras aguas del mar nocturno, para evitar que viviesen sojuzgados tras la derrota.

Al romper el alba, una densa bruma envolvía la bahía, y los greifswalditas se dispusieron para la batalla. Afilaron sus espadas y sus palos, tensaron sus arcos y se ajustaron sus groseras armaduras de cuero y pieles. En la niebla, bajo un lluvia finísima, entonaron todos juntos una última canción, compuesta aquella misma noche, una canción que hablaba de un pueblo noble y orgulloso al que los dioses mil veces dieron la espalda. Siguieron rabiosos gritos de guerra, brotando de corazones enardecidos. Llegaron a estar tan preparados para la muerte que, por un segundo, llegaron a creer en la victoria.

Pero el enemigo jamás llegó. Ni aquel día, ni ningún otro. La muerte, tan ansiada, tampoco hizo acto de presencia. Pero el miedo nunca se fue, el miedo se quedó para siempre con ellos, en estado puro. Miedo a vivir. Y atadas al recuerdo de sus hijos inútilmente ahogados, aquellas gentes decidieron asentarse junto a la bahía para cumplir una penitencia cruel que, aun hoy, está grabada con runas de pesar y descontento en sus ojos, con los que miran desconfiados hacia el sur y anhelantes hacia el norte, silenciosos y tristes hacia las frías profundidades del mar.

domingo, 12 de mayo de 2013

Cosas que hacer en Greifswald cuando (aún no) estás muerto

Después del invierno más oscuro en Alemania en los últimos 43 años, según los servicios meteorológicos locales (como de costumbre, allí donde voy me siguen la fortuna y el jolgorio), con nieve helada en las calles de manera casi ininterrumpida desde el 6 de diciembre hasta la tercera semana de abril, tres días de sol entre enero y febrero y un traicionero atisbo primaveral durante la primera semana de marzo, parece que el buen tiempo ha hecho al fin acto de presencia en Greifswald, la joya del Báltico. Ha tardado bastante, yo diría que la cosa no estaba clara hasta la última semana de abril. Pero finalmente ha ocurrido, y los Greifswalditas asoman por fin el hocico fuera de sus cubiles, a la búsqueda gozosa de las trazas de vitamina D que requerirán para poder satisfacer sus necesidades fisiológicas más fundamentales.

Siempre pensé que el verano aquí podía resultar prometedor y no puedo sino confirmarlo. Todos esos palitos siniestros que asomaban entre la nieve como picas a la espera de cabezas han resultado ser árboles, y reverdecen ahora bajo nubes, claros y chaparrones primaverales. Para que os hagais una idea, se respira un ambiente similar al que pueda haber en Asturias o Cantabria, más o menos. Hablo de los estrictamente climatológico, por decontado. Greifswald sigue siendo un sitio, siendo generosos, mortalmente aburrido. No obstante, con el buen tiempo la oferta y posibilidades han aumentado considerablemente, así como las ganas de hacer algo que no consista simplemente en refugiarte en tu madriguera y rezar porque los zombis pasen de largo ante tu puerta una noche más. Ahora recorro  la ciudad en una bici que compré a una compañera española que finalizaba su estancia aquí, y sólo espero que alguien se lleve el cacho de mierda oxidada y sin frenos con el que me estafaron al llegar. Mi nuevo vehículo es chiquitín, coquetuelo, y cuenta con una cestita en el manillar, lo que me hace sentirme como una solterona menopaúsica británica cualquiera, pedaleando mientras toco el timbre sin otro objeto que expresar mi felicidad. Es estupendo. Je.

Hace unas semanas fui invitado a  acudir a un concierto (rollo Nirvana, me dijeron, y he decir que no mentían) en un sótano que tiene habilitado para ese tipo de eventos en uno de los restaurantes más populares de la ciudad. Nunca he sido demasiado devoto del grunge, la verdad, pero como bien me dijo el compañero que me lo ofreció "Quién sabe cuando tendremos otra oportunidad así en Greifswald". Así que acepté, más con ánimo de documentar el comportamiento de los nativos que espoleado por las esperanzas, bastante escasas, depositadas en la actuación.

El primer punto a favor del evento es que no permitían fumar en el recinto. Ya desde mis días en Berlín me resultó enormemente enojoso el comprobar que en Alemania se permite fumar en la mayoría de locales nocturnos, y como en España me he acostumbrado muy mal y muy deprisa a no tener que aspirar humo pasivamente, este  hecho supone, por si solo, un excelente motivo para no salir de mi guarida por las noches.

La verdad es que no sé cómo engañaron al grupo para venir, no porque me gustase (que no me gustó demasiado, para qué engañarnos), sino porque al parecer tienen cierta relevancia en el panorama actual del grunge; han editado un par de discos de acabado profesional y entre sus destinos durante la gira uno podía leer los nombres de Paris, Berlín, Dusseldorf, Londres... y Greifswald. Dios sabrá por qué.  Aquí podeis contemplarlos en plenitud:

http://www.youtube.com/watch?v=BA-CeKGzET8

http://www.youtube.com/watch?v=3w9hcHAV2Io

Y entonces, entre la oscuridad y el ruido, los caminos de la improbabilidad se cruzaron y aconteció lo impensable: en un momento determinado de apoteosis musical, no recuerdo la canción (entre otras cosas porque todas sonaban muy parecidas), el batería arrojó una baqueta hacia los ochenta y pico hijos del rock´n´roll de Greifswald que, enfervorecidos, trataban de caldear el lánguido ambiente de aquel sotano digno de albergar a la progenie del monstruo de Amstetten. Uno de los asistentes (y no uno cualquiera, sino uno especialmente lanzadillo que incluso había subido con anterioridad al escenario para canturrear un tema) recogió la baqueta a sus pies y la miró con incredulidad. Cual no sería mi sorpresa cuando al finalizar el tema, el greifswaldita se acercó la escenario con el propósito de devolver el palito al atónito percusionista, que se vió obligado a explicarle que se trataba de un regalo, de un recuerdo. Se me encogió el alma ante la imagen, la verdad. Y eso que el tipo estaba borracho.

domingo, 24 de marzo de 2013

Normas y pagos



En la última entrega de esta bitácora, hace ya más tiempo del debido, os informaba de que había recibido una cartita en la que la institución alemana de turno me instaba a pagar por el disfrute de las emisiones televisivas y radiofónicas en este país. Por aquel entonces no sabía todavía bien a qué demonios me enfrentaba, porque una buena parte del contenido de la carta me resultaba indescifrable. Ahora, y con la ayuda de mi compañero de oficina, Mark (un tipo realmente encantador), estoy en disposición de revelaros el aterrador contenido de la misiva, que de algún modo refleja la filosofía administrativa de este país.

En primer lugar, hay obligación de pagar en casi cualquier circunstancia. Por ejemplo, la carta especifica que sólo en caso de ser ciego y sordo puede uno librarse del pago (unos 200 euros anuales, cantidad que considero sustancial en especial porque sólo cubre los canales de la televisión pública, por si no lo dije la última vez). En el caso de que uno no tenga tanta suerte y sea ciego o sordo, le toca abonar un tercio de la cuota, por aquello de que podría estar escuchando la radio (sin verla, jeje) o viendo la televisión sin oírla. El hecho de que uno no tenga televisión o radio en casa es irrelevante, así como el hecho de que no tenga ni siquiera instalada la conexión para una televisión. Se presupone que siempre podrías tener contratado algún formato de internet vía satélite a través de cual podrías estar accediendo a las emisiones, de modo que por lo que se paga es puramente por vivir en un piso. Esto constituye un avance con respecto a la anterior ley, en la que te cobraban por el hecho de tener una radio en el coche. Ahora ya lo del coche les da igual. El caso es que vivas en un piso. Por supuesto, y para evitar cualquier tipo de ambigüedad, la carta incluye una pormenorizada definición de qué es un piso: al parecer, debe tener un mínimo de cuatro paredes y estar techado, así como no poder moverse (no estoy de broma). En el caso de que pueda moverse la cosa depende de la legislación de cada estado, en función de que sea obligatorio o no tener tu casa móvil registrada como vivienda. En cuanto a las opciones de pago, son tan variadas y terriblemente ambiguas en sus planteamientos que ni entre dos alemanes de edades y sexos distintos fueron capaces de entender todas ellas. Eso sí, me han dicho que si no pago los agentes de la televisión alemana pueden venir a acosarte y que incluso rebuscan entre tu basura en busca de revistas de programación que evidencien que haces uso del servicio (al contrario que en España, esas revistas aquí son enormemente populares y sus variadas y coloristas portadas, en las que luce siempre una mujer risueña y despampanante, atestan las estanterías próximas a las cajas registradoras de los supermercados). Así que he decidido pagar, no vaya a ser que saque la varita más corta y me sacrifiquen en plaza pública para dar ejemplo.

Simultáneamente, y a través de mi relación con los estudiantes de prácticas que han empezado a rotar por el laboratorio, me entero en los últimos días de que en una buena parte de la universidades públicas alemanas la enseñanza es completamente gratuita o casi. En las que hay que pagar (esto depende del estado en el que uno viva), el coste es bastante modesto, de unos 500 euros por semestre. Por ejemplo, en la Universidad de Greifswald el coste es cero, lo que unido a las ayudas para la vivienda para los estudiantes (sólo hay que devolver la mitad del dinero en los cinco años siguientes a la finalización de los estudios) y los bonos de transporte, hace que en la práctica se pueda decir que en muchos sitios te pagan por estudiar. En España pagar un buen pico por crédito en la universidad pública es lo más natural del mundo… pero por lo de la radio y televisión pasaríamos sólo con los pies por delante. Casi puedo imaginar las manifestaciones y el caos en las calles, la violencia inusitada que un acto recaudatorio así desataría en mi país. Y aquí la medida del pago televisivo no ha gustado nada, que conste, pero si algo define a los alemanes es su profunda resignación ante las normativas y los órdenes jerárquicos.

Por otro lado, esta semana he tenido una reunión de la fundación Alexander von Humboldt, que es quien me paga. Os hablaré pronto del evento, que ha tenido lugar en Hannover y calificaría en líneas generales de agradable y satisfactorio. También me ha servido para sacar algunas conclusiones. Hablaremos del tema.

domingo, 24 de febrero de 2013

Profundizando en las diferencias culturales



Y después de la última entrada de esta bitácora, va el Papa y abdica. Me lo ha dejado a huevo, hablando pronto y mal: si el Papa ha encontrado la dignidad necesaria dejarlo (sea por H o por B), que no os quepa ninguna duda de qué es porque es alemán. De hecho, hasta donde alcanza mi memoria el único rey español que abdicó por las buenas  y en condiciones (Carlos I), también era en buena medida alemán. Qué cosas.

Esta semana me la he pasado dando clases prácticas a los alumnos de bioquímica de último curso. Me las endosaron hace unas semanas y no tengo ni idea de si voy a recibir algún tipo de reconocimiento lectivo oficial, pero bueno. Casi todo el mundo en el laboratorio participa, y yo no iba a ser el recién llegado disidente, así que al tajo. Además, pese a los tedioso del protocolo que me ha tocado desarrollar con los diferentes grupos de alumnos durante cuatro días seguidos (una transferencia de Western consiste en estar tres horas trabajando y otras cuatro con los brazos cruzados esperando por esto o aquello), me ha servido para calibrar diversas características del sistema educativo y del carácter de los estudiantes alemanes.

Cuando yo daba prácticas en España, me colocaban entre 25 y 30 chavales por clase para mí solito, a veces en sesiones dobles el mismo día. Por supuesto, la mayoría de las veces sin ningún apoyo. Sólo el primer año las impartí junto con mi entrañable compañero Fernandito. Aquí he tenido cada día entre cinco y seis alumnos, lo que quiere decir que habrán pasado ante mis ojos unos veintitantos. El primer punto que ha hecho esta experiencia algo diferente es, por supuesto, el idioma. Como obviamente no estoy como para dar clase en alemán (pese a mis tímidos progresos), pues me vi obligado a darles las explicaciones en inglés. De los veintitantos, sólo dos tenían problemas para comprenderme, y sus compañeros les traducían al alemán con cariño, paciencia y en tiempo real. La comparación con lo que habría sucedido en una universidad española me resulta escalofriante.

Además, he de añadir que, siendo el protocolo que nos tocó desarrollar un verdadero coñazo, y que implicaba que se quedasen una hora y pico A MAYORES el día previo, no he visto ni una mala cara ni escuchado un solo reproche. Por supuesto unos era más habilidosos, otros más torpes, otros mostraban mayor interés y otros menos ganas, como en todos los lados. Sus conocimientos teóricos no eran lo que se dice deslumbrantes en muchos casos. El aspecto de muchos era sumamente gracioso, en un par de casos inquietante (había uno despigmentado y con gafas ahumadas redonditas que parecía sacado de una película de Indiana Jones), pero todos han sido exquisitamente simpáticos, educados y respetuosos. En España nunca faltan tres o cuatro tocahuevos por grupo de prácticas, que enrarecen el ambiente y te incitan a la violencia. O algún inadaptado que no acepta su condición natural de marginado y trata de compensarlo haciendo gracias sin sentido todavía a los veinte años (la mayoría de los inadaptados nos damos cuenta de que esa táctica no tiene sentido hacia los catorce). Aquí no. Todo era buenos días y hasta mañana, por favor y gracias. Había uno con pinta de chulo de putas y cara de zoquete genético en otro grupo, pero no me ha tocado comprobar sus habilidades. En España hubiese sido el sex symbol de la clase, por descontado.

Como contraste, para que no os creáis que vivo en Jauja, tengo una nueva remesa de cosas malas de Alemania: he recibido una cartita en la que me comunican que por habitar un piso aquí y ser mayor de edad, y en virtud de una nueva ley, me toca abonar entre 80 y 200 euros anuales a cambio del privilegio de poder usar (si quisiese, cosa que no ocurre) la televisión y radio públicas alemanas, supongo que con el objeto de poder sufragar los gastos que generarán los Grandes Hermanos locales y esa clase de gilipolleces. En fin. Además, siguiendo con mi tradicional buena suerte, he caído constipado durante las prácticas.  Dado que (muy amablemente, eso sí) el farmacéutico se negó rotundamente a venderme el equivalente alemán del Frenadol®, obligándome a adquirir un espray nasal que no me ha funcionado demasiado bien y unos caramelos de eucalipto ahora desautorizados por mis padres a favor de los de miel, he dado las prácticas en medio de ataques de tos, carraspeos y estornudos, por no decir que me temo en algunos momentos los mocos me llegaban hasta la ingles. También me dijo que bebiese mucha agua, por cierto. Que Dios le guarde.

domingo, 10 de febrero de 2013

Y la mujer del César era alemana!!!



Y anteayer, tras algunas semanas de escarnio público, dimes y diretes -que se iniciaron nada más y nada menos que en una acusación anónima a través de un blog en internet-, Annette Schavan, la señora ministra de educación de Alemania, anunció su dimisión al serle retirado el grado académico de Doctor a causa del plagio de su tesis, presentada en 1980. A dos mil y pico kilómetros de Berlín, en Madrid, ya sabemos todos lo que se cuece. El olorcillo del guiso es inconfundible. Como casi todo lo que cocinamos en España, es mucho más sabroso.

Durante la comparecencia con Merkel, se esgrimió como argumento para refrendar la renuncia a un cargo tan jugosote ya no la culpabilidad de la señora en cuestión (parece ser que hay tomate, pero el asunto está recurrido en los tribunales), sino el hecho de que las meras sospechas que recaen sobre ella la deslegitimaban para ejercerlo. Es importante incidir en el hecho de que la señora esta no se enfrenta a ningún tipo de proceso penal por el plagio, es decir, no ha cometido un delito. Y además es digno de resaltar los hechos (patéticos y deleznables, en cualquier caso) tuvieron lugar hace la friolera de 33 añitos. Vamos, en España a los 33 años ha prescrito hasta el canibalismo infantil familiar, teniendo en cuenta que en unos meses los asesinos de las niñas de Alcasser podrán ir a contar su historia a Telecinco sin ningún miedo, si es que con esto de la crisis necesitan sacarse unos durillos.  En resumidas cuentas, esta señora ha dimitido por una mera y simple cuestión honorabilidad. Como aquello de la mujer del César. Es mirar los periódicos españoles y juro por Dios que me pongo verde de envidia. 

En el caso de España, sólo cuando la última instancia confirma tras años de proceso judicial que sí, macho, que te lo estabas llevando en carretilla y lo tenemos grabado en vídeo, y sólo si el asuntillo no ha prescrito, entonces el personaje de turno hace lo más parecido a dimitir que puede hacer un político español: pone su cargo a disposición del partido.  Y es muy interesante, porque siempre lo hace para “no perjudicar a sus compañeros”. Cojonudo. Cómo si sólo importase eso. Y jamás dicen algo que por aquí siempre dicen en estos casos: aquí en Alemania cuando pasa algo así se declaran “avergonzados”. En España no queda ni vergüenza, ni honor, ni nada por el estilo. Adónde fueron a parar es un misterio, porque no me cabe duda alguna de que se trata de atributos propios de la naturaleza humana.

Aunque personalmente el punto que más me fascina de todo esto es las narices que le ha echado a todo esto la Universidad de Dusseldorf, que no se ha achantado ni lo más mínimo a la hora de retirar un título expedido hace  33 añitos, después de comprobar datos aparecidos en un blog anónimo y culminar una investigación que en última instancia le ha costado el puesto a una ministra (de Educación, para más inri). Vamos, en España se echa tierra sobre el asunto en menos de lo que un profesor titular se toma cuatro cafés, a alguien le sacan una plaza de funcionario y si te he visto no me acuerdo.  Como está mandado.

Y ojo, que en Alemania distan mucho de ser perfectos. Aquí también se toca los huevos unos cuantos, y hacen impunes sus crucigramas a la luz de los fluorescentes (a falta de solillo). Pero igual son un 25 % y no un 35 % como en mi patria, y quizás en ese 10 %, fríamente calculado por las mentes teutonas, se halle el umbral de la sostenibilidad económica e institucional de un país. Y además, se tocan los huevos de manera puntual, regular y en su puesto de trabajo. Las tasas de escaqueo en casita son mínimas.  Me viene ahora mismo a la cabeza el caso de un funcionario alemán que después de jubilarse hace dos o tres años hizo público que durante los últimos 40 años en el ayuntamiento no había hecho absolutamente nada. El hombre quería así denunciar a toro pasado la falta de eficacia de la administración alemana. La respuesta de la  alcaldía me llegó al alma: estaban muy decepcionados, porque si en verdad aquel hombre no había tenido trabajo durante aquellos años, lo que ellos esperaban de él es que se lo hubiese comunicado, para así poder asignarle alguna tarea. Un abismo cultural nos separa.