Y en un momento
determinado, un desgraciado pueblo, huyendo sólo Dios sabe de qué
salvajes atrocidades, llegó a las orillas de una bahía somera en la
que un mar parduzco y salobre, bajo un cielo plomizo, zarandeaba
mansamente los limos de la playa. Eran los greifswalditas, aunque en
aquellos tiempos probablemente tendrían algún otro nombre. Tras
atravesar el verdor de la gran llanura europea, su fuga había dado
con un obstaculo que no podrían superar: el mar Báltico. Agotados,
ya sin ninguna esperanza, decidieron morir con dignidad. Ya no
huirían más. Acamparían allí una última noche, masticando
cabizbajos y en silencio sus postreras reservas de harina y col
agría, y, aun sabiéndose seguros perdedores, afrontarían a sus
enemigos a la mañana siguiente. Se dice que arrojaron a sus hijos
más pequeños, aquellos que no podían empuñar ninguna arma, a las
oscuras aguas del mar nocturno, para evitar que viviesen sojuzgados
tras la derrota.
Al romper el alba, una
densa bruma envolvía la bahía, y los greifswalditas se dispusieron
para la batalla. Afilaron sus espadas y sus palos, tensaron sus
arcos y se ajustaron sus groseras armaduras de cuero y pieles. En la
niebla, bajo un lluvia finísima, entonaron todos juntos una última
canción, compuesta aquella misma noche, una canción que hablaba de
un pueblo noble y orgulloso al que los dioses mil veces dieron la
espalda. Siguieron rabiosos gritos de guerra, brotando de corazones
enardecidos. Llegaron a estar tan preparados para la muerte que, por
un segundo, llegaron a creer en la victoria.
Pero el enemigo jamás
llegó. Ni aquel día, ni ningún otro. La muerte, tan ansiada,
tampoco hizo acto de presencia. Pero el miedo nunca se fue, el miedo se quedó para siempre con ellos, en estado puro. Miedo a vivir. Y atadas
al recuerdo de sus hijos inútilmente ahogados, aquellas gentes decidieron asentarse junto a la bahía para cumplir una penitencia cruel
que, aun hoy, está grabada con runas de pesar y descontento en sus
ojos, con los que miran desconfiados hacia el sur y anhelantes hacia
el norte, silenciosos y tristes hacia las frías profundidades del mar.
Terrible situación la de estos pobres seres... terrible
ResponderEliminarTodos somos greifswalditas.
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