sábado, 6 de julio de 2013

Una explicación plausible

Y en un momento determinado, un desgraciado pueblo, huyendo sólo Dios sabe de qué salvajes atrocidades, llegó a las orillas de una bahía somera en la que un mar parduzco y salobre, bajo un cielo plomizo, zarandeaba mansamente los limos de la playa. Eran los greifswalditas, aunque en aquellos tiempos probablemente tendrían algún otro nombre. Tras atravesar el verdor de la gran llanura europea, su fuga había dado con un obstaculo que no podrían superar: el mar Báltico. Agotados, ya sin ninguna esperanza, decidieron morir con dignidad. Ya no huirían más. Acamparían allí una última noche, masticando cabizbajos y en silencio sus postreras reservas de harina y col agría, y, aun sabiéndose seguros perdedores, afrontarían a sus enemigos a la mañana siguiente. Se dice que arrojaron a sus hijos más pequeños, aquellos que no podían empuñar ninguna arma, a las oscuras aguas del mar nocturno, para evitar que viviesen sojuzgados tras la derrota.

Al romper el alba, una densa bruma envolvía la bahía, y los greifswalditas se dispusieron para la batalla. Afilaron sus espadas y sus palos, tensaron sus arcos y se ajustaron sus groseras armaduras de cuero y pieles. En la niebla, bajo un lluvia finísima, entonaron todos juntos una última canción, compuesta aquella misma noche, una canción que hablaba de un pueblo noble y orgulloso al que los dioses mil veces dieron la espalda. Siguieron rabiosos gritos de guerra, brotando de corazones enardecidos. Llegaron a estar tan preparados para la muerte que, por un segundo, llegaron a creer en la victoria.

Pero el enemigo jamás llegó. Ni aquel día, ni ningún otro. La muerte, tan ansiada, tampoco hizo acto de presencia. Pero el miedo nunca se fue, el miedo se quedó para siempre con ellos, en estado puro. Miedo a vivir. Y atadas al recuerdo de sus hijos inútilmente ahogados, aquellas gentes decidieron asentarse junto a la bahía para cumplir una penitencia cruel que, aun hoy, está grabada con runas de pesar y descontento en sus ojos, con los que miran desconfiados hacia el sur y anhelantes hacia el norte, silenciosos y tristes hacia las frías profundidades del mar.