Escribo ya desde
Greifswald, a las orillas del mar Báltico. Llegué aquí hace unos cuatro días.
Atrás quedaron las interminables mañanas en la clase de alemán y la imagen de
todos aquellos niños indolentes y resacosos desparramados en sus sillas,
obligados a acudir al curso por sus ricos padres desde los rincones más
rocambolescos de los países emergentes, jugueteando sus ipads mientras los
profesores (todos ellos excelentes, con una mención especial para el gran
Volker, aunque encorsetados en el horroroso sistema Tangram, el mismo con el
que quitan las ganas de aprender alemán en la Escuela Oficial de Idiomas de
Castilla y León) trataban de hacerlos entrar en razón de la manera más educada.
Quedaron también atrás los lastimeros maullidos de Mili cuando Rolando no atendía
sus necesidades afectivas, el trasiego de personajes en los tranvías, los largos
paseos por los museos y el aroma a canela y manzana asada de los Strudel del Café
Einstein. Todo quedo sepultado por el tiempo, los kilómetros y un
extraordinario salto dimensional.
Siempre que le decía
a algún berlinés que me iba a venir aquí para dos añitos, había tan sólo dos
reacciones posibles: lástima o hilaridad. La gente mayor, los que han vivido en
toda su crudeza la división de Berlín por el muro y la guerra fría, suelen
optar por el primer sentimiento: me compadecen. Me preguntan que por qué, que
si está tan mal la cosa en España, que para qué querría un chico joven y sano
ir a un lugar así. Les suena a historia triste, probablemente porque el nombre
de Greifswald está para ellos cuajado de las siniestras resonancias de la RDA.
Los jóvenes, por su parte, se descojonan de mí: “lo único bueno de Greifswald
es que está a dos horas de Hamburgo y a dos horas de Berlín”, escuche hace ya
un año cuando le comenté la jugada a uno de Friburgo en un congreso. En
general, siempre suelto la misma cantinela (en realidad, porque ya me sé las
frases de memoria en alemán y en inglés): que si yo también vengo de ciudades
pequeñas en España, de provincias, más o menos conservadoras, frías, no muy
cosmopolitas que digamos, sin una vida cultural demasiado activa, que me gusta
mucho la naturaleza, que, en resumidas cuentas, confío en adaptarme bien. Un
yanqui que conocía el asunto de primera mano me dio la clave uno los últimos
días en Berlín, después de escuchar mi letanía: “No tienes ni puta idea de lo
que es ese sitio, chaval. Un pueblo de 2.000 habitantes en España parece Nueva
York comparado con Greifswald”. En ese momento se me pusieron los genitales de
corbata. Pocos días después pude comprobar hasta qué punto aquel Hawaiano tenía
razón.
Además, tuve la
fortuna de llegar a Greifswald en un día típico en lo climatológico (niebla y
calabobos) y festivo en lo laboral (que no nos vendan la moto en los
telediarios: en Alemania hay días festivos y no los mueven a los lunes o los
viernes. Sólo a lo largo de octubre ha habido dos fiestas nacionales, el 3 y el
31). Quien haya jugado a la saga “Silent Hill” o visto la película (pinchar aquí), no necesita seguir
leyendo. Para los demás, calles desiertas, cobertizos abandonados, señales de
tráfico incomprensibles (ya he sido multado por aparcar mal), un silencio tenso predecesor de tragedias,
grandes iglesias evangélicas recortando en la niebla sus oscuras moles y, de
cuando en cuando, las sombra de alguno de sus atribulados habitantes deslizándose
sigilosa hacia un portal. La manifestación del partido neonazi (bautizado como
subterfugio con las siglas NPD) que me encontré en plena calle mayor al día siguiente no
ayudó a mejorar mi primera impresión.
Incluso los nativos
no dudan en calificar a la ciudad de insoportablemente aburrida. Veremos. Lo
cierto es que pese a su antigüedad y la de su Universidad (fundada en 1456 por
algún pastor evangélico iluminado), no ha prosperado demasiado y sus 60.000
habitantes parecen permanecer en ella muy a pesar suyo. Sin embargo, incluso
aquí, a la orilla del Báltico, y aunque sin demasiadas ganas, los alemanes
subsisten y proliferan lentamente, quizás a la espera de un mesías que los guie
a un sitio más calentito.
Los que dicen eso se nota que no han estado en Bielefeld...
ResponderEliminarLlegará un momento, dentro de un més aproximadamente, o 3 si eres afortunado, en el que harás "Click"... Ya nos contaras... ya...
ResponderEliminarMaremía del amor hermoso..."atribuladas siluetas sigilosas" ¡Toma ya!
ResponderEliminarRecuerdo que habría un juego de esos de batallitas llamado Greifswald... sí, algo de la guerra mundial y esas historias. También debe de haber un castillo bastante chulo, así que si no está ya derruido, jovenzuelo ya me está usted poniendo una o dos fotos decentes, caramba. Algún día te contaré lo lastimero que es observar cómo han vallado y amurallado el exquisitamente acabado recinto de la exposición internacional 2010 en Shanghai para convertirlo en una especie de campo de concentración donde solo entran los guardias de seguridad... Vamos que te acompaño en el "resentimiento"