Transcurren los días en medio de la más absoluta indiferencia por parte de mis anfitriones, que se pasan el día bebiendo cervezas en silencio frente a la televisión. Cuando me voy la cama no se muestran excesivamente comprensivos con respecto al volumen del aparato. Tienen la fea costumbre de alargar más de lo recomendable la vida útil de arena del gato (contenida en un cajoncito en el minúsculo cuarto de baño) y gustan de acumular grandes cantidades de platos y cubiertos sucios en el fregadero. No llevan a cabo ningún tipo de separación de residuos, de los que generan cantidades ingentes, en forma de latas de aluminio, botellas de vodka vacías y toda suerte de embalajes de comida rápida. Parecen manifestar cierta predilección por los productos de Burger King. Esta serie de factores hacen que desde el principio desarrolle por ellos un frío desprecio homicida. Gustosamente los envenenaría. No bromeo.
En diversas ocasiones trato de preguntarles si el casero va a venir antes o después (entiendo que ellos no viven allí, puesto que en el buzón sólo hay un nombre, el del dueño de la casa, el tal Roland Böhme). Pero o se hacen los suecos o son incapaces de comprender mis preguntas. Comienzo a acudir a clase de alemán y procuro pisar por casa lo indispensable para dormir y asearme.
Al tercer día, al llegar a casa, reina el silencio por primera vez. La cama de matrimonio de la habitación que ocupaban los angelitos aparece por fin hecha. Los fregaderos están despejados y el gato mira atentamente a la puerta, a la espera de su benefactor, el hombre que me imagino lo alimenta y cepilla sin esperar a cambio otra cosa que sus gráciles contoneos. Me queda claro que la llegada del casero es inminente.
Finalmente, ya bien entrada la noche, aparece Ronald. Se deshace en mimos y dulces susurros germánicos hacia su gato, que lo observa con la indiferencia propia de tales bestezuelas. Me presentó ante él y me pide que le llame Rolando. Acaba de llegar de unos días en Rávena, Italia. Es un hombre simpático, o al menos se esfuerza por parecer desenfadado y sonriente. Tendrá sesenta y tantos años, y pese a su deficiente afeitado y ciertas carencias dentales, presenta un aspecto saludable: un poco más bajo que yo, sólo un poco de barriga y un pelo ralo y canoso, aún cuajado de brillos dorados, que se peina hacia atrás. Me hace la encuesta tipo que todo el mundo te hace cuando llegas a un sitio, pero tampoco habla ni una pizca de inglés, así que pasan algunos días hasta que llegamos a intercambiar información substancial.
Me jode reconocerlo, pero Rolando es majete. Se empeña en que yo no debo fregar nada, me mete la ropa a la lavadora y alaba mis pequeños progresos con el alemán. Además, le gusta el fútbol y eso hace que al menos tengamos algo de qué hablar unas cuantas cosas por semana. Por desgracia, se pasa prácticamente todo el día metido en casa en frente de la televisión, al igual que sus hijas cuando pululan por aquí. Tan sólo apaga la caja tonta para encender la radio, lo que unido al reducido tamaño del apartamento tiene como consecuencia que la casa jamás está en silencio. Este comportamiento, muy característico en personas que viven solas sin desearlo realmente, impide que me sienta realmente cómodo, aunque tampoco puedo culpar al pobre hombre: tan sólo a mi aciago destino. Mientras que mis compañeros de clase tiene por caseros a seres entrañables que les dejan bicicletas y hacen su vida, yo me levanto cada día con la certeza de que Rolando estará acechando en el salón, la cocina o el cuarto de baño, sin otra cosa que hacer que saludarme y tratar de ser agradable conmigo. En cierto modo, lleva una existencia muy similar a la de su gato (como dijimos anteriormente, Mili).
Una de las cosas que más me aterra de los gatos domésticos es esa capacidad para resistir una vida que en muchísimos casos se transcurre de manera exclusiva entre las paredes de una casa, sin un solo garbeo a cielo abierto. Mili es uno de esos ejemplares. Pese a que Rolando vive en un bajo, deja las ventanas abiertas de par en par; Mili se limita a colocarse en el alfeizar y mirar con cierta aprensión el mundo exterior, un mundo lleno de peligros en el que no hay pienso a la vista y por el que, por tanto, no puede sentir ningún tipo de interés.
Pues bien, la vida de Rolando es bastante parecida, si excluimos del análisis alguna escapada al supermercado o la quincenal visita al estadio olímpico de Berlín para ver el partido del Hertha, correspondiente a la segunda división del futbol alemán. Al igual que al gato, uno puede encontrárselo adormilado en cualquier rincón de la casa, envuelto en una manta sobre el sofá, al calor de los últimos rayos otoñales del sol berlinés sobre el tresillo de la terraza, de brazos cruzados sobre la mesa de la cocina o echado en su cama cubierto únicamente por unos calzoncillos y un periódico, la puerta del dormitorio abierta de par en par. Al igual que el gato, lleva una dieta aburrida y frugal, que se fundamenta en té, pan, queso, mantequilla y un una sopa de pasta y albóndigas que suele ofrecerme una vez por semana como si se tratase de la cosa más exquisita del mundo. No es que esté mal, ojo, pero no como para repetir.
Cuando Ronaldo está delante de nosotros, y con el fin de no alterar la feliz armonía del hogar, Mili y yo hacemos el paripé y simulamos llevarnos bien, jugueteando sin demasiado entusiasmo sobre la moqueta y procurándonos cordiales carantoñas. Ahora bien, en el mismo momento en que el hombre sale hacia la cocina en pos de alguna golosina el juego se interrumpe y nos miramos con una desconfianza mutua y profunda. Al regreso de Rolando, Mili, con un suspiro de resignación, se me vuele a aproximar. Rolando sonríe entonces enternecido y arroja hacia el pasillo la pelotita de lana predilecta del animal, que en aproximadamente la mitad de las ocasiones se decide a perseguirla con una especie de disciplina condescendiente, como si sólo quisiese hacerle un favor a aquel hombre parcialmente desdentado que le trae cajas de pienso de algún lugar inconcebible. En la otra mitad de las ocasiones mira a Rolando como si fuese imbécil y no mueve ni un bigote. Rolando se ríe igualmente y acusa al animal de indolente y perezoso, pero no hay reproches en el tono que emplea en estos simulacros de amonestación. A ninguno de los dos parece importarles demasiado el asunto: “pelillos a la mar, nos tenemos el uno al otro y eso es lo importante”.
Y así transcurre la vida de Mili y Rolando, viendo pasar los días entre estas cuatro paredes tapizadas de decoración kitsch, sin esperar en el fondo de sus almas otra cosa que no sea que el otro la palme primero, para poner fin a esta siniestra danza macabra de rutinas, siestecillas, partidos de fútbol, yogures de marca blanca y pelotitas de lana naranja.
Ya tienes un nuevo amigo...con un dueño futbolero!! Os podéis plantear ir los tres al fútbol junticos ;-)
ResponderEliminarParece el ambiente de una novela de Stephen King. Seguro que la lavadora está embrujada por un espíritu demoníaco y ha devorado a los anteriores 12 inquilinos, cuyos restos otrora sanguinolentos yacen colgados del techo en el subsuelo de la vivienda. Tú eres el número 13, en tu mano está acabar con la maldición...
ResponderEliminarQuiero que nos cuentes a que dedicas tantas horas del día fuera de casa... que ves, que hay, con quien te topas por la calle...
ResponderEliminarSeguro que la cajera del super es un espécimen interesante. O el conductor del autobus...
Pero no hace falta que nos cuentes aquello sobre el tío que te hacía ojitos en el bar... no, eso no...
Por otra parte... ¿el Oktoberfest existe o son los padres?