La
cosa ha sido, en conjunto, bastante súbita. Por eso ni siquiera he podido
hablar ordenadamente con algunos de vosotros. Me anunciaron la concesión de la
beca a mediados de julio, pero sin confirmarme la fecha de incorporación. El
primer o segundo día de agosto me soltaron que el 3 de septiembre tenía que
comenzar con el curso intensivo de alemán en Berlín. Yo me cogía las vacaciones
en INBIOTEC el día 3 de agosto y con el fin de cuadrar el número de días de vacaciones,
tendría que trabajar los días 26 y 27, que invertí esencialmente en ordenar a
duras penas el material en el laboratorio. Si quería llegar a tiempo, tenía que
salir de Burgos con mi coche el día 31 de agosto por la mañana para llegar a
Berlín el domingo día 2. Del vaciado y limpieza de mi madriguera en Villaobispo
de las Regueras prefiero no hablar en detalle, baste aquí con decir que
constituyó una terrible derrota moral para mí, con el tambaleo de mis valores
en lo referente al consumo y el reciclaje: me he dado cuenta de que realmente
no genero menos basura que los demás; si bajo menos bolsas a los contenedores
es solamente porque yo me quedo más mierda en casa. El resto del tiempo, entre
trámites, correos electrónicos, lectura de normativas, vacaciones y despedidas
hizo de este mes de agosto el más estresante de mi existencia. Agradezco
infinitamente el auxilio de todos, aun de aquellos cuya ayuda, necio de mí, no
acepté.
Vamos a ello.
Tras
una emotiva despedida de mis padres, enciendo mi flamante navegador GPS (sin
probarlo antes ni ná, con dos cojones) y, con el fin de evitar París y sus
circunvalaciones (estamos en plena operación retorno de vacaciones), escribo
“Freiburg, Alemania”. Me congratulo al ver que efectivamente el aparatito es
capaz de trazar una ruta hasta allí, y me pongo enteramente en sus manos.
Empiezo a pagar peajes. Sigo pagando peajes. Otro peaje. Otro más. Lleno el
depósito antes de que suban el IVA de nuevo. Trago saliva. Otro peaje. Cuando
en una estación de servicio pido una café con leche y me clavan 2,79 € por un
potingue emético en un minúsculo vaso de plástico, me percató de que transito
un territorio hostil: Francia. Asustado, prosigo. Peajes. Más peajes. Cielos
azules. Peajes. Cielos grises. Peajes. Entro a otra estación de servicio a
degustar el exquisito bocadillo de tortilla que mi madre me ha facilitado. Una
tortilla deliciosa, como cuando fui a Australia. Cuando me vuelvo a incorporar
a la autovía, el tráfico fluido de hace tres cuartos de hora se ha transformado
en un pollo del copón bendito. Casi cuatro horas para recorrer 50 kilómetros en
las inmediaciones de Burdeos. No quiero ni imaginar cómo esté la cosa a medida
que uno se aproxime a París, pero no me importa. A partir de ahora, trazaré
sobre los campos franceses una estela diagonal hacia Suiza. Los altavoces de mi
coche reproducen los acordes de “Tunnel of love”.
Con
todo, las cuatro horas perdidas alteran ostensiblemente mis planes de comer en
Friburgo (suroeste de Alemania) en casa de la familia de una amiga mía al día
siguiente, así que de mutuo acuerdo decidimos dejar mi visita para la merienda.
Paso la noche en un motel de carretera que me parece más que aceptable. El
desayuno es decente. Prosigo. En el horizonte se divisan más peajes.
El
segundo día transcurre sin mayores incidentes. Ya fuera de las trayectorias que
conducen hacia París, mi bólido colorado traspasa el territorio gabacho como si
se tratase de mantequilla. Como mi madre no sólo me ha dotado de tortilla, sino
también de jamón, entro con mi coche a una población de tamaño medio cuyo
nombre no acierto a recordar. El navegador me lleva hasta un E.Leclerc para que
pueda comprar una barra de pan. Sin ansias de glamur, engullo el bocata de pie en
el aparcamiento del supermercado, ante la mirada aterrorizada y recriminatoria
de los viandantes. En la cafería del supermercado me endiñan 2,70 por un café
igual de malo que el del día anterior. No fue un mero timo de autovía, se trata
sin duda de una maniobra bien orquestada; de crimen organizado.
Al
salir del E.Leclerc el GPS me juega la primera y única del camino y me lleva a
través de 20 kilómetros de campos de
cultivo hasta un punto en el que, salvo con los sistema de propulsión del coche
fantástico (con los que ni de coña podría superar mi coche la ITV), no me puedo
incorporar a la autovía. Por suerte, mi sentido arácnido y mi fina intuición me
permiten reincorporarme al cabo de un rato. Peaje. Peaje. Peaje. Peaje. Cruzo
el Rin. Alemania. No más peajes. Autobahn. No más limitaciones de velocidad. Ahora
soy como Mad Max, the Road Warrior, como me dijeron hace poco.
Al
principio, cuando entra en las Autobahn, uno se crece y aprieta un poco más de
lo habitual el acelerador. Poco después, te acojonas al ver que sólo puedes
apartarte ante las ráfagas de luz y la velocidad que llevan los que no están
preocupados por el consumo de combustible y pueden exprimir al máximo los
motores de sus cochazos. Al final, acabas yendo a la misma velocidad que en
España, si me apuran màs despacio, como un corderito en el carril de la derecha, dejando el central para
adelantar y el izquierdo (las autobahn tienen por lo general tres carriles por sentido) para los verdaderos depredadores del asfalto. 9 de cada 10 conductores hacen lo mismo que
tú. Vamos, que no es para tanto.
En
Friburgo (bueno, muy cerca de Friburgo) soy obsequiado con tarta de queso y una
plancha, que podré emplear tanto para mi defensa personal como para aplanar
ropa ocasionalmente. Arreglamos un buen rato el país, recibo algunos consejos y
de vuelta a la carretera, al menos un par de horas más con el fin de compensar
en parte lo de Burdeos. Como ya es bastante tarde y no compensa de ninguna
manera pagar por una cama, decido dormir en un área de descanso. Busco una más
o menos concurrida para evitar ser multiviolado por alguna de esas sectas de
camioneros centroeuropeos de las que todos hemos oído hablar, reclino el
asiento y se me cierran todos los ojillos.
A
la mañana siguiente, me despierto vivo. La sensación es agridulce. Reprimiendo
una náusea, verifico que el café en el sur de Alemania es igual de malo que en
Francia, y casi igual de caro. Me quedan unos 500 kilómetros hasta Berlín. Ya
es pan comido. Pese a numerosas obras en la Autobahn y una parada para
consultar a la policía si puedo o no meter el coche en Berlín (existe aquí una
normativa según la cual sólo se puede circular por Berlín si tu vehículo cumple
unos determinados requisitos de emisión de partículas, que el mío no cumple al
máximo), voy bien de tiempo. Me dicen que dado que el mío es un coche
matriculado en España, puedo estar como turista hasta seis meses en Berlín con
él, así que todo bien. De todos modos apenas lo voy a mover los dos meses que
tengo que estar aquí haciendo el curso de alemán, para evitar que los tremendos
bigardos de la Polizei me paren, pregunten y pongan en situaciones incómodas. Y
digo lo de los tremendos bigardos porque aunque lo de alemán alto, fuerte y
rubio es a todas luces un mito (yo aquí soy de altura promedio, o casi), parece ser que reservan esos ejemplares más característicos para este tipo de
servicio público. Para meter miedo e infundir respeto al personal, supongo. Al verlos se me pasaron las ganas de delinquir que traía yo de
España, que, por descontado, eran muchas.
Penetro
en la grandiosidad prusiana de Berlín sin excesivas dificultades. Había dicho a
mi casero que llegaría el domingo hacia las 18:00. Sin el navegador desde luego
habría sido imposible, pero a las 18:15 aparco frente al número 5 de
Neumagenerstraβe. Llamo al timbre del apartamento del tal Ronald Böhme y me
abre la puerta un postadolescente pelirrojo con el cutis cuajado de acné. Apenas habla inglès. Algo
no me gusta en el ambiente. Algo no está bien.
Muy buen final para dejarnos con la incertidumbre...ahí es donde seguro que llega ha multiviolación
ResponderEliminarnunca te fíes de los pelirrojos con acné!... Nunca!!!
ResponderEliminarMortal la frase "reclino el asiento y se me cierran todos los ojillos"
ResponderEliminarYo le quitaría al comentario de Alejandro la parte del acné (Nunca te fíes de un pelirrojo...por algo los quemaban en la edad media!!!)
ResponderEliminarPor curiosidad, ¿es cierto que tienes un cementerio judío a menos de 200 metros?
ResponderEliminarJajaja...cuánto tiempo te quedas en Berlin? No te ibas cerca de Stralsund? Paloma
ResponderEliminar¡Jejejeje! ¡Me parto y me troncho! Murphy, mira que lo cuentas con gracia... Te acompaño en el resentimiento. Sobre todo por los fallos del GPS y la circulación en Autobahn. Respecto al café, dicen que viajar fuera da perspectiva, y es cierto que fuera de Italia, Portugal o España el café es malísimo y muy caro. Cuando me vine a China me traje dos paquetes por si acaso. Lo malo ahora es que no tengo cafetera... :_C
ResponderEliminarQuizá te convenga habituarte al té. Por lo demás el café a menudo estriñe, aunque eso pudo haberte venido bien cuando cerraste "todos los ojillos" por si los camioneros... juas.
Seguiré tus desventuras y andanzas con sumo interés
Recuerda que los chistes sobre nazis y judíos a los que estamos tan acostumbrados en esta España mía, en esta España nuestra no son tan bien recibidos en esos vergeles económicos. Ni si quiera se ríen de los chistes los machistas!!!
ResponderEliminarCuídate mucho, hermano.