domingo, 20 de octubre de 2013

Cosas que hacer en Greifswald cuando (aún) no estás muerto (II)

Volviendo el otro día de la cafetería hacía el laboratorio, tras la rutinaría deglución de las delicadezas con la que allí acostumbran a deleitarnos, un compañero hispanohablante reflexionaba en voz alta: “lo único bueno de Greifswald es que cuando nos vayamos jamás la añoraremos”. Cojonudamente expuesto, sin duda alguna. El caso es que mientras tanto hay que sobrevivir, encontrar algo con lo de entretenerse más allá de las cuatro paredes de mi casa, cuando no me encuentro buscando el mutante maravilloso que me haga emerger triunfal de entre la mierda. En algún momento recurrí a lo de la aguja y el pajar para explicar la dificultad de la búsqueda, pero he llegado a la conclusión de que para hacerle justicia al asunto, sería mucho adecuado decir que es como buscar una aguja en un pajar empleando como sensor un ladrillo atado al miembro viril. Pero no quiero desviarme del tema.

Lo cierto es que en otoño nunca me es complicado encontrar cosas que hacer. Además el tiempo ha sido bastante soleado, al margen de habituales y fugaces chaparrones bálticos. Ya vendrán peor dadas y sobre todo, mucho más oscuras. El caso es que la regularidad de las lluvias y la presencia de algunos bosques mixtos de repoblación bastante maduros en las cercanías de Greifswald propician una gran diversidad de setas, y esto ha sido un motivo de disfrute los últimos fines de semana, sobre todo por el hecho de que algunos hongos poco frecuentes en España aquí son corrientes y molientes, lo que me ha dado la ocasión de examinar unas cuantas especies que sólo conocía a través de la prensa, y a aprender algunas más, lo que es motivo siempre de orgullo y satisfacción. El bosquecillo al que he prestado la mayor parte de mi atención se encuentra a unos 20 minutos en coche del centro de Greifswald en dirección a Anklam, una población legendaria a la que incluso los anklamitas que han conseguido escapar te aconsejan que no vayas ni de visita. Los testimonios de alemanes a los que he podido tener acceso hablan de un lugar devastado, estilo “Mad Max”, en el que bandas de punkis y ultraderechistas se disputan la supremacía entre los escombros. Los mismos testimonios hablan de un sólo punto de interés, el museo de los planeadores, situado allí en justo homenaje al anklamita más afamado de todos los tiempos, Otto Lielenthal (http://es.wikipedia.org/wiki/Otto_Lilienthal), que como no podía ser de otra manera falleció probando uno de sus artilugios. Atentos a la última frase que pronunció en su lecho de muerte, porque me parece de las buenas de verdad.

En dirección opuesta a Anklam, es decir, al noroeste de Greifswald, se encuentra Stralsund, que cuenta con un casco viejo declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. El sitio es más bonito que Greifswald, y diría que tiene rincones cucos, pero ni siquiera los alemanes a los que he interrogado acaban de entender el motivo de la declaración. Ni falta que hace, los de la UNESCO se llevarían su parte y punto. No obstante, al no tener Universidad, es una ciudad más real que Greifswald, con más tiendas, un poco más de gente en la calle, un puerto con actividad más allá de lo meramente deportivo (me gustaría señalar aquí que en Greifswald se encuentra la sede y principal fábrica de la tercera mayor empresa fabricante de yates deportivos del mundo, siendo la principal industria privada de la ciudad) y un museo de los océanos verdaderamente chulo, que recomiendo encarecidamente porque han tenido la delicadeza de exhibir en él piscifauna autóctona y no las mierdas de peces de colores caribeños y polinesios que habitualmente te colocan en esta clase de sitios. En general, los alemanes tienen para los museos un gusto superior. Como dato adicional, Angela Merkel es diputado por Stralsund, según me han comentado.

Ayer fui a Stralsund precisamente, con el objetivo de participar en uno de estas multitudinarias carreras populares en las que participo de vez en cuando. Como no estoy entrenando en condiciones, me apunté a los 12 kilómetros y no a la media maratón. Eché de menos a mis compañeros habituales en este tipo de actividades y se me hizo extraño correr solo desde el primer momento, porque otro compañero mío que también participaba (y que me dió la brasa para que me apuntase) me dijo “buena suerte” dejandome claro que allí cada uno iba a su bola. Cosa que le agradezco infinitamente, porque me dió una motivación clara para esforzarme: humillarlo delante de su familia. Como soy un caballeros no comentaré nuestras posiciones relativas en la clasificación y las marcas. Sólo diré que casi echo el bofe para firmar unos discretos 56 minutos y pico, lo que no es para estar orgulloso, pero teniendo en cuenta la dureza del recorrido, mi grado de entrenamiento y que fui toda la carrera cagándome encima, es como para darse con un canto en los dientes. ¿Que por qué iba yo cagándome encima? Me alegra que me hagan ustedes esa pregunta. Resulta que después de pagar 18 euros de inscripción para tener derecho a participar (en la llegada te dan plátanos cortados a tercios y un vaso de Aquarius, así como una de esas deliciosas medallitas conmemorativas que tanto nos gustan a todos), los organizadores tienen la delicadeza de cerrar los baños del polideportivo no sea que vayas a manchar. Sí, señores: plantaron un armario gordote, unos 200 kilos en canal, frente a la puerta de los baños y allí no pasaba ni Dios, con o sin dorsal de participante. Supongo que la idea era que te metieses a los locales de las cercanias a consumir para mear (calculo que el pagar por mear y cagar fuera de tu casa o tu centro de trabajo supondrá aproximadamente un 1% del PIB alemán), pero en un arranque de orgullo me negué a pasar por el aro... me fui hasta mi coche (6 euros de estacionamiento) y, en un acto de contorsionismo digno de mención, fui capaz de orinar en el interior de una garrafa vacía de líquido limpiaparabrisas (y que luego me digan que por qué guardo esas cosas...). Ahora, el apretón que el frío me causó a causa de ir en mallas no era tan fácil de solucionar con una garrafa... así que me llevé la pieza conmigo durante todo el recorrido. Y creo que hice lo correcto. ¿Cómo era aquello? Ah sí... con dos gotas de sangre y un rayo de sol, hizo Dios una bandera...