8 de septiembre de 2013. Quedan 14
meses.
Pues nada, después de un verano
relativamente ajetreado, con vacaciones y visitas, me encuentro una
vez más arrojado a las limosas costas de Greifswald. Los
estudiantes, en su inmensa mayoría, se han escapado durante el
verano en busca de prados más verdes, pero los greifswalditas
auténticos, los nacios y criaos, han permanecido aquí, custodiando
la ciudad, esperando todavía la llegada de aquel enemigo ancestral del
que habla la leyenda. Por tanto, sin el nivel de mínimo bullicio que
normalmente pueden generar los 15.000 estudiantes a los que el
destino deparó esta antiquísima universidad norteña, en las calles
no se escucha ninguna otra cosa que no sea el ruido de los motores de
los coches, fenómeno que se hace más y más infrecuente a medida
que nos alejamos de las dos o tras vías principales que cruzan la
ciudad. Durante los fines de semana, el ruido de los utilitarios y
las camionetas de reparto es sustituido en buena medida por el de las
motocicletas, extraordinariamente populares, abundantes y diversas en
esta región de Alemania. Desconozco si esto ocurre en otras zonas
del país, pero desde luego mientras estuve en Berlín (ay, dichosos
tiempos aquellos) el asunto no me llamó la atención lo más mínimo,
o al menos yo soy incapaz de recordarlo. Y me acordaría, porque
aunque las motos siempre me han inquietado porque las considero
peligrosas, no puedo por menos reconocer que me parecen infinitamente
más hermosas que los coches. No entiendo un pimiento de estos
asuntos, pero desde mi ignorancia me fascina ver la cantidad de
ejemplares de diferentes épocas y cilindradas, por lo general en
perfecto estado de revista, que la gente saca a relucir los domingos
por la mañana, los cascos belicosos de pilotos sujetos con ambas
manos a manillares relucientes, a horcajadas sobre chasis impecables
y ricamente ornamentados, pavoneandose en grupos más o menos
numerosos, brillantes bajo este sol tibio y agónico, mientras surcan
las euclídeas planicies de Pomerania occidental.
El verano aquí ha sido verde y
plácido, por tanto. No ha llovido demasiado, no ha calentado
demasiado, el cielo ha permanecido casi siempre azul. Como amanece
muy pronto, al salir de casa hacia el trabajo la mañana ya se ha
caldeado y, aun yendo en bici, puede uno prescindir de chaqueta y de
otra clase de engorros. Pero esta época feliz toca a su fin. Todos
aquí lo sabemos. Los días se acortan a una velocidad alarmante y el
sol, perezoso y exhausto, se aproxima cada vez más a esa trayectoria
rasante y horizontal que caracteriza el riguroso invierno
greifswaldita. En el frescor del crepúsculo ya puede uno escuchar a
los zombis arañando la tierra bajo sus pies, atraidos por el frío,
la oscuridad y el olor de la carne fresca estudiantil que poco a poco
va desembarcando en el apeadero fantasmal al que aquí llaman
estación central.
Serán tiempos de trabajar mucho y reir
poco, de apretar dientes y poner muchas velas a San Judas Tadeo, a la
busca de esa aguja en el pajar, ese mutante milagroso que me saque de
la mierda (y si además es capaz de hacer que a mis enemigos se les
caiga el miembro viril a pedacitos, tanto mejor).
Arrepentíos fariseos, vendemotos y
charlatanes, pues vuelve el invierno. Y viene para quedarse.