domingo, 12 de mayo de 2013

Cosas que hacer en Greifswald cuando (aún no) estás muerto

Después del invierno más oscuro en Alemania en los últimos 43 años, según los servicios meteorológicos locales (como de costumbre, allí donde voy me siguen la fortuna y el jolgorio), con nieve helada en las calles de manera casi ininterrumpida desde el 6 de diciembre hasta la tercera semana de abril, tres días de sol entre enero y febrero y un traicionero atisbo primaveral durante la primera semana de marzo, parece que el buen tiempo ha hecho al fin acto de presencia en Greifswald, la joya del Báltico. Ha tardado bastante, yo diría que la cosa no estaba clara hasta la última semana de abril. Pero finalmente ha ocurrido, y los Greifswalditas asoman por fin el hocico fuera de sus cubiles, a la búsqueda gozosa de las trazas de vitamina D que requerirán para poder satisfacer sus necesidades fisiológicas más fundamentales.

Siempre pensé que el verano aquí podía resultar prometedor y no puedo sino confirmarlo. Todos esos palitos siniestros que asomaban entre la nieve como picas a la espera de cabezas han resultado ser árboles, y reverdecen ahora bajo nubes, claros y chaparrones primaverales. Para que os hagais una idea, se respira un ambiente similar al que pueda haber en Asturias o Cantabria, más o menos. Hablo de los estrictamente climatológico, por decontado. Greifswald sigue siendo un sitio, siendo generosos, mortalmente aburrido. No obstante, con el buen tiempo la oferta y posibilidades han aumentado considerablemente, así como las ganas de hacer algo que no consista simplemente en refugiarte en tu madriguera y rezar porque los zombis pasen de largo ante tu puerta una noche más. Ahora recorro  la ciudad en una bici que compré a una compañera española que finalizaba su estancia aquí, y sólo espero que alguien se lleve el cacho de mierda oxidada y sin frenos con el que me estafaron al llegar. Mi nuevo vehículo es chiquitín, coquetuelo, y cuenta con una cestita en el manillar, lo que me hace sentirme como una solterona menopaúsica británica cualquiera, pedaleando mientras toco el timbre sin otro objeto que expresar mi felicidad. Es estupendo. Je.

Hace unas semanas fui invitado a  acudir a un concierto (rollo Nirvana, me dijeron, y he decir que no mentían) en un sótano que tiene habilitado para ese tipo de eventos en uno de los restaurantes más populares de la ciudad. Nunca he sido demasiado devoto del grunge, la verdad, pero como bien me dijo el compañero que me lo ofreció "Quién sabe cuando tendremos otra oportunidad así en Greifswald". Así que acepté, más con ánimo de documentar el comportamiento de los nativos que espoleado por las esperanzas, bastante escasas, depositadas en la actuación.

El primer punto a favor del evento es que no permitían fumar en el recinto. Ya desde mis días en Berlín me resultó enormemente enojoso el comprobar que en Alemania se permite fumar en la mayoría de locales nocturnos, y como en España me he acostumbrado muy mal y muy deprisa a no tener que aspirar humo pasivamente, este  hecho supone, por si solo, un excelente motivo para no salir de mi guarida por las noches.

La verdad es que no sé cómo engañaron al grupo para venir, no porque me gustase (que no me gustó demasiado, para qué engañarnos), sino porque al parecer tienen cierta relevancia en el panorama actual del grunge; han editado un par de discos de acabado profesional y entre sus destinos durante la gira uno podía leer los nombres de Paris, Berlín, Dusseldorf, Londres... y Greifswald. Dios sabrá por qué.  Aquí podeis contemplarlos en plenitud:

http://www.youtube.com/watch?v=BA-CeKGzET8

http://www.youtube.com/watch?v=3w9hcHAV2Io

Y entonces, entre la oscuridad y el ruido, los caminos de la improbabilidad se cruzaron y aconteció lo impensable: en un momento determinado de apoteosis musical, no recuerdo la canción (entre otras cosas porque todas sonaban muy parecidas), el batería arrojó una baqueta hacia los ochenta y pico hijos del rock´n´roll de Greifswald que, enfervorecidos, trataban de caldear el lánguido ambiente de aquel sotano digno de albergar a la progenie del monstruo de Amstetten. Uno de los asistentes (y no uno cualquiera, sino uno especialmente lanzadillo que incluso había subido con anterioridad al escenario para canturrear un tema) recogió la baqueta a sus pies y la miró con incredulidad. Cual no sería mi sorpresa cuando al finalizar el tema, el greifswaldita se acercó la escenario con el propósito de devolver el palito al atónito percusionista, que se vió obligado a explicarle que se trataba de un regalo, de un recuerdo. Se me encogió el alma ante la imagen, la verdad. Y eso que el tipo estaba borracho.