sábado, 26 de enero de 2013

Cayendo en los viejos vicios



Tras el manifiesto éxito de la “Operación Patria” llevada a cabo durante estas navidades, he regresado a Greifswald portando un considerable alijo de legumbres y embutidos que espero garanticen mi supervivencia hasta una nueva incursión en territorio español. A mi regreso a la joya del Báltico he encontrado temperaturas mucho más suaves de lo esperado; al igual que en la submeseta norte española, durante las festividades navideñas aquí han tan gozado hasta diez graditos, con lo que toda la nieve caída durante diciembre ha desaparecido en contra de todos los pronósticos de mis compañeros de laboratorio. Después ha caído algo más, pero en cualquier caso nada del otro jueves y sin haber desembocado en mayores problemas logísticos. Los zombis tendrán que esperar un poco más. Tampoco creáis que con el deshielo los greifswalditas hayan podido sentirse empujados salir de sus casas, porque años de desgracias los han hecho cautos y ni siquiera han osado asomar la nariz.  Aunque el frío no es excesivo, los días siguen siendo igual de cortos y la pobre iluminación de la ciudad (la diferencia con el alumbrado público propio de la dilapidación de los erarios públicos españoles es abrumadora) no invita a garbeos vespertinos. Hay una farola de baja potencia cada muchos metros, y las calles están sumergidas en la penumbra, hasta el punto de que un nuevo producto ha irrumpido en el mercado de los dueños de perros: el collar de diodos, un siniestro artefacto con lucecitas titilantes, por lo general rojas, que permite que no pierdas de vista a tu mascota cuando paseas por los oscuros parques de la ciudades alemanas a partir de las cuatro de la tarde. Digo que es siniestro porque tiene toda la pinta de incorporar un llavero con un botón que el dueño podría apretar para volarle la cabeza al chucho en caso de un comportamiento inadecuado (o no ejemplar, como el de nuestro querido Duque de Palma). Como representante de una cultura superior e inmensamente endeudada, no puedo sino sentir una extraña mezcla de lástima y profunda admiración por la voluntad de esta gente para pagar con una vida más triste la sostenibilidad de sus cuentas públicas.

El trabajo duro ha comenzado en el laboratorio, y la terrible dispersión de los materiales y equipos de trabajo a lo largo y ancho de las tres plantas del Instituto de Bioquímica convierte cada jornada en una especia de yincana en la que uno corre constantemente el riesgo de olvidarse cosas y deambular por los pasillos a ida y vuelta cual pollo sin cabeza. Paralelamente, la inmensa cantidad de reuniones, seminarios y demás eventos hace de la organización semanal  del trabajo una suerte de carrera de obstáculos que desgasta la mente casi tanto como las escaleras tornean mis poderosos muslos. Realmente los días dan poco de sí, y eso significa que, como de costumbre, me estoy viendo obligado a ir alargando poco a poco mi jornada laboral con el fin de avanzar con el proyecto. Cuando tenga novedades al respecto, os lo haré saber. La cuestión es que llega uno a casa a las siete o las ocho de la tarde, tres o cuatro horas tras la puesta de sol, y sin demasiadas ganas de jolgorio. Gracias a Dios estoy consiguiendo minimizar mi vida social y entregarme de manera libre, gozosa y autodestructiva a los videojuegos. Creí que no podría reengancharme a esta mierda, después de unos cuantos años de inactividad. Pero gracias al Todopoderoso, me equivocaba. El jaco es lo que tiene; no conoce el orgullo y siempre concede una segunda oportunidad a quienes un día le dieron la espalda. Además, mi conexión a internet (incluida en el precio de mi alquiler) ha demostrado holgura y velocidad más que suficientes para poder relacionarme con mis amigos burgaleses de toda la vida de la única forma en la que realmente nos sentimos hermanados: matándonos a tiros entre nosotros, o alojando plomo virtual en la cabeza de algún enemigo común. Puede que la tecnología hipotecase nuestras relaciones sociales en su día, pero qué duda cabe de que ha salvado nuestras almas de niños violentos que de cuando fuesen mayores sólo querían hacer justicia sin luz ni taquígrafos. Hace tres o cuatro años, uno de ellos me decía “Tío, creo que aún estoy un poco verde; muchas noches, al meterme a la cama, me quedo mirando el techo en la oscuridad y me doy cuenta de que lo único que de verdad quiero ser es un superhéroe”.

Bendita inocencia.