Tras el
manifiesto éxito de la “Operación Patria” llevada a cabo durante estas navidades,
he regresado a Greifswald portando un considerable alijo de legumbres y
embutidos que espero garanticen mi supervivencia hasta una nueva incursión en
territorio español. A mi regreso a la joya del Báltico he encontrado
temperaturas mucho más suaves de lo esperado; al igual que en la submeseta norte
española, durante las festividades navideñas aquí han tan gozado hasta diez
graditos, con lo que toda la nieve caída durante diciembre ha desaparecido en
contra de todos los pronósticos de mis compañeros de laboratorio. Después ha
caído algo más, pero en cualquier caso nada del otro jueves y sin haber
desembocado en mayores problemas logísticos. Los zombis tendrán que esperar un
poco más. Tampoco creáis que con el deshielo los greifswalditas hayan podido sentirse
empujados salir de sus casas, porque años de desgracias los han hecho cautos y
ni siquiera han osado asomar la nariz. Aunque
el frío no es excesivo, los días siguen siendo igual de cortos y la pobre
iluminación de la ciudad (la diferencia con el alumbrado público propio de la
dilapidación de los erarios públicos españoles es abrumadora) no invita a
garbeos vespertinos. Hay una farola de baja potencia cada muchos metros, y las
calles están sumergidas en la penumbra, hasta el punto de que un nuevo producto
ha irrumpido en el mercado de los dueños de perros: el collar de diodos, un
siniestro artefacto con lucecitas titilantes, por lo general rojas, que permite
que no pierdas de vista a tu mascota cuando paseas por los oscuros parques de
la ciudades alemanas a partir de las cuatro de la tarde. Digo que es siniestro
porque tiene toda la pinta de incorporar un llavero con un botón que el dueño
podría apretar para volarle la cabeza al chucho en caso de un comportamiento
inadecuado (o no ejemplar, como el de nuestro querido Duque de Palma). Como
representante de una cultura superior e inmensamente endeudada, no puedo sino
sentir una extraña mezcla de lástima y profunda admiración por la voluntad de esta
gente para pagar con una vida más triste la sostenibilidad de sus cuentas
públicas.
El trabajo duro
ha comenzado en el laboratorio, y la terrible dispersión de los materiales y
equipos de trabajo a lo largo y ancho de las tres plantas del Instituto de
Bioquímica convierte cada jornada en una especia de yincana en la que uno corre
constantemente el riesgo de olvidarse cosas y deambular por los pasillos a ida
y vuelta cual pollo sin cabeza. Paralelamente, la inmensa cantidad de reuniones,
seminarios y demás eventos hace de la organización semanal del trabajo una suerte de carrera de
obstáculos que desgasta la mente casi tanto como las escaleras tornean mis
poderosos muslos. Realmente los días dan poco de sí, y eso significa que, como
de costumbre, me estoy viendo obligado a ir alargando poco a poco mi jornada
laboral con el fin de avanzar con el proyecto. Cuando tenga novedades al
respecto, os lo haré saber. La cuestión es que llega uno a casa a las siete o
las ocho de la tarde, tres o cuatro horas tras la puesta de sol, y sin
demasiadas ganas de jolgorio. Gracias a Dios estoy consiguiendo minimizar mi
vida social y entregarme de manera libre, gozosa y autodestructiva a los
videojuegos. Creí que no podría reengancharme a esta mierda, después de unos
cuantos años de inactividad. Pero gracias al Todopoderoso, me equivocaba. El
jaco es lo que tiene; no conoce el orgullo y siempre concede una segunda
oportunidad a quienes un día le dieron la espalda. Además, mi conexión a
internet (incluida en el precio de mi alquiler) ha demostrado holgura y
velocidad más que suficientes para poder relacionarme con mis amigos burgaleses
de toda la vida de la única forma en la que realmente nos sentimos hermanados:
matándonos a tiros entre nosotros, o alojando plomo virtual en la cabeza de
algún enemigo común. Puede que la tecnología hipotecase nuestras relaciones
sociales en su día, pero qué duda cabe de que ha salvado nuestras almas de
niños violentos que de cuando fuesen mayores sólo querían hacer justicia sin
luz ni taquígrafos. Hace tres o cuatro años, uno de ellos me decía “Tío, creo
que aún estoy un poco verde; muchas noches, al meterme a la cama, me quedo
mirando el techo en la oscuridad y me doy cuenta de que lo único que de verdad quiero
ser es un superhéroe”.
Bendita
inocencia.