sábado, 17 de noviembre de 2012

Las calles de Greifswald (II)



Por la carretera que sale de Greifswald dirección Anklam, justo en frente del MediaMarkt (punto neurálgico de los fines de semana greifswalditas que durante estos días celebra su décimo aniversario con ofertas más bien discretas) se levanta la inmensa mole del Instituto Max Planck para la Física del Plasma. Se trata de un gigantesco complejo en el que, básicamente, se está construyendo un reactor experimental de fusión nuclear mediante confinamiento magnético de plasma. Acojona bastante sólo con teclearlo. Al parecer las autoridades decidieron colocarlo aquí valiéndose del irreprochable argumento de que si pasase algo cataclísmico –Dios no lo quiera, por supuesto–,  pues que pase en Greifswald, coño, que al fin y al cabo es una zona del todo prescindible dentro del panorama socio-económico-cultural alemán. Es como si tu archienemigo te tiene a su merced, encadenado a una silla, mientras te mira con cara de zumbado con una sierra de calar entre sus manos y te pregunta: “¿Qué parte de tu cuerpo prefieres que te quite para el cocido?” y tú, en plan en plan tío frío, duro y con nervios de acero, te permites responderle que te haría un favor si empezase por las almorranas.

 Por cierto que a poca distancia de la mole del Max Planck pasa uno de los mayores gaseoductos del mundo (al menos el más largo), que trae calorcito a los alemanes desde Rusia, inaugurado a pleno rendimiento hace apenas un mes. Aunque tradicionalmente se suele considerar que dentro de la concatenación de cagadas que conducen a un desastre improbable cada cagada individual es estadística independiente del resto, no hay nada más falso. Recientes estudios de las más prestigiosas universidades norteamericanas han revelado que con cada cagada que se comete en una situación de este tipo aumenta de manera exponencial la posibilidad de que acontezca la siguiente. De este modo, llegada la tercera o cuarta cagada, la inercia del proceso es tan enorme que lo que en un principio parecía impensable se torna inevitable y toda la buena voluntad del mundo resulta irrisoria para evitar la catástrofe. Se da la circunstancia adicional de que aquí, también en las inmediaciones de Greifswald, se encuentra en pleno desmantelamiento y llenita a rebosar de residuos radioactivos unas de las mayores centrales nucleares del mundo, que por cierto ya sufrió una fusión parcial de su núcleo allá por 1989. Vamos, que en unos pocos kilómetros confluyen todos los ingredientes para que se produzca el efecto dominó termogaseonuclear sin precedentes y que sería digno de Mortadelo y Filemón (por cierto, siempre escuché que eran enormemente populares en Alemania y he podido corroborarlo; en uno de los mercadillos al aire libre que proliferan durante los fines de semana berlineses tuve el otro día ocasión de adquirir la edición alemana de la legendaria “Un crecepelo infalible”, una de las más célebres historietas de 44 páginas de los aquí denominados “Clever & Smart”: los dos euros mejor gastados de mi vida).

En cuanto a lo demás, poca posa y me da que esa va a ser la tónica durante algunas semanas. Quiero desmitificar lo del frío, por el momento. Noviembre aquí no es en absoluto peor que en la hermosa submeseta norte española, aunque seguro que en enero y febrero vendrán mucho peor dadas. Pero por el momento, para que os podáis hacer una idea, ni siquiera ha helado. Mis paseíllos por la ciudad, variados en cuento a su trayectoria pero con dos únicos puntos de salida y llegada alternantes (mi madriguera y el Instituto de Bioquímica, que me parecía grande hasta que vi el Max Planck) han revelado que no es fea, pero tal y como parecía en los primeros y neblinosos días, está tan muerta que resulta impensable que 13000 estudiantes la habiten. Es como si hubiese un toque de queda o algo así. Se deslizan silenciosamente en sus bicicletas y se meten en casa, como si les diese vergüenza que los viesen por la calle, como si sus espaldas se encorvasen bajo el peso de algún innombrable estigma ancestral (esta semana ha salido a flote que IKEA utilizó en sus fábricas de esta zona presos políticos durante los años 60 y 70). Y eso que ya os digo que el tiempo, de momento, si bien no acompaña sí respeta bastante. Dentro de un mes, cuando empiece a hacer rasca de verdad y sea de noche a las tres de la tarde, no sé en qué se va a convertir esto. Igual lo de Silent Hill se queda corto. Además me han dicho que en invierno no es raro que la ciudad quede bastante aislada por la nieve. En ese caso, sólo quedará comprar en eBay un arma de fuego de gran calibre y sentarse ante la puerta de la casa, esperando la avalancha de zombis con la esperanza de que el sentido común me permita guardar la última bala para mí.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Las calles de Greifswald (I)



    Escribo ya desde Greifswald, a las orillas del mar Báltico. Llegué aquí hace unos cuatro días. Atrás quedaron las interminables mañanas en la clase de alemán y la imagen de todos aquellos niños indolentes y resacosos desparramados en sus sillas, obligados a acudir al curso por sus ricos padres desde los rincones más rocambolescos de los países emergentes, jugueteando sus ipads mientras los profesores (todos ellos excelentes, con una mención especial para el gran Volker, aunque encorsetados en el horroroso sistema Tangram, el mismo con el que quitan las ganas de aprender alemán en la Escuela Oficial de Idiomas de Castilla y León) trataban de hacerlos entrar en razón de la manera más educada. Quedaron también atrás los lastimeros maullidos de Mili cuando Rolando no atendía sus necesidades afectivas, el trasiego de personajes en los tranvías, los largos paseos por los museos y el aroma a canela y manzana asada de los Strudel del Café Einstein. Todo quedo sepultado por el tiempo, los kilómetros y un extraordinario salto dimensional.

    Siempre que le decía a algún berlinés que me iba a venir aquí para dos añitos, había tan sólo dos reacciones posibles: lástima o hilaridad. La gente mayor, los que han vivido en toda su crudeza la división de Berlín por el muro y la guerra fría, suelen optar por el primer sentimiento: me compadecen. Me preguntan que por qué, que si está tan mal la cosa en España, que para qué querría un chico joven y sano ir a un lugar así. Les suena a historia triste, probablemente porque el nombre de Greifswald está para ellos cuajado de las siniestras resonancias de la RDA. Los jóvenes, por su parte, se descojonan de mí: “lo único bueno de Greifswald es que está a dos horas de Hamburgo y a dos horas de Berlín”, escuche hace ya un año cuando le comenté la jugada a uno de Friburgo en un congreso. En general, siempre suelto la misma cantinela (en realidad, porque ya me sé las frases de memoria en alemán y en inglés): que si yo también vengo de ciudades pequeñas en España, de provincias, más o menos conservadoras, frías, no muy cosmopolitas que digamos, sin una vida cultural demasiado activa, que me gusta mucho la naturaleza, que, en resumidas cuentas, confío en adaptarme bien. Un yanqui que conocía el asunto de primera mano me dio la clave uno los últimos días en Berlín, después de escuchar mi letanía: “No tienes ni puta idea de lo que es ese sitio, chaval. Un pueblo de 2.000 habitantes en España parece Nueva York comparado con Greifswald”. En ese momento se me pusieron los genitales de corbata. Pocos días después pude comprobar hasta qué punto aquel Hawaiano tenía razón.

     Además, tuve la fortuna de llegar a Greifswald en un día típico en lo climatológico (niebla y calabobos) y festivo en lo laboral (que no nos vendan la moto en los telediarios: en Alemania hay días festivos y no los mueven a los lunes o los viernes. Sólo a lo largo de octubre ha habido dos fiestas nacionales, el 3 y el 31). Quien haya jugado a la saga “Silent Hill” o visto la película (pinchar aquí), no necesita seguir leyendo. Para los demás, calles desiertas, cobertizos abandonados, señales de tráfico incomprensibles (ya he sido multado por aparcar mal), un silencio tenso predecesor de tragedias, grandes iglesias evangélicas recortando en la niebla sus oscuras moles y, de cuando en cuando, las sombra de alguno de sus atribulados habitantes deslizándose sigilosa hacia un portal. La manifestación del partido neonazi (bautizado como subterfugio con las siglas NPD) que me encontré en plena calle mayor al día siguiente no ayudó a mejorar mi primera impresión.

    Incluso los nativos no dudan en calificar a la ciudad de insoportablemente aburrida. Veremos. Lo cierto es que pese a su antigüedad y la de su Universidad (fundada en 1456 por algún pastor evangélico iluminado), no ha prosperado demasiado y sus 60.000 habitantes parecen permanecer en ella muy a pesar suyo. Sin embargo, incluso aquí, a la orilla del Báltico, y aunque sin demasiadas ganas, los alemanes subsisten y proliferan lentamente, quizás a la espera de un mesías que los guie a un sitio más calentito.