Por la carretera
que sale de Greifswald dirección Anklam, justo en frente del MediaMarkt (punto
neurálgico de los fines de semana greifswalditas que durante estos días celebra
su décimo aniversario con ofertas más bien discretas) se levanta la inmensa
mole del Instituto Max Planck para la Física del Plasma. Se trata de un gigantesco
complejo en el que, básicamente, se está construyendo un reactor experimental
de fusión nuclear mediante confinamiento magnético de plasma. Acojona bastante
sólo con teclearlo. Al parecer las autoridades decidieron colocarlo aquí
valiéndose del irreprochable argumento de que si pasase algo cataclísmico –Dios no lo quiera, por supuesto–, pues que pase en Greifswald, coño, que al fin
y al cabo es una zona del todo prescindible dentro del panorama socio-económico-cultural
alemán. Es como si tu archienemigo te tiene a su merced, encadenado a una
silla, mientras te mira con cara de zumbado con una sierra de calar entre sus
manos y te pregunta: “¿Qué parte de tu cuerpo prefieres que te quite para el
cocido?” y tú, en plan en plan tío frío, duro y con nervios de acero, te
permites responderle que te haría un favor si empezase por las almorranas.
Por cierto que a poca distancia de la mole del
Max Planck pasa uno de los mayores gaseoductos del mundo (al menos el más largo), que trae calorcito a
los alemanes desde Rusia, inaugurado a pleno rendimiento hace apenas un mes. Aunque tradicionalmente se suele considerar que dentro de la concatenación de
cagadas que conducen a un desastre improbable cada cagada individual es
estadística independiente del resto, no hay nada más falso. Recientes estudios
de las más prestigiosas universidades norteamericanas han revelado que con cada
cagada que se comete en una situación de este tipo aumenta de manera exponencial
la posibilidad de que acontezca la siguiente. De este modo, llegada la tercera
o cuarta cagada, la inercia del proceso es tan enorme que lo que en un
principio parecía impensable se torna inevitable y toda la buena voluntad del
mundo resulta irrisoria para evitar la catástrofe. Se da la circunstancia adicional
de que aquí, también en las inmediaciones de Greifswald, se encuentra en pleno
desmantelamiento y llenita a rebosar de residuos radioactivos unas de las
mayores centrales nucleares del mundo, que por cierto ya sufrió una fusión
parcial de su núcleo allá por 1989. Vamos, que en unos pocos kilómetros
confluyen todos los ingredientes para que se produzca el efecto dominó termogaseonuclear sin precedentes y que sería
digno de Mortadelo y Filemón (por cierto, siempre escuché que eran enormemente
populares en Alemania y he podido corroborarlo; en uno de los mercadillos al
aire libre que proliferan durante los fines de semana berlineses tuve el otro
día ocasión de adquirir la edición alemana de la legendaria “Un crecepelo
infalible”, una de las más célebres historietas de 44 páginas de los aquí
denominados “Clever & Smart”: los dos euros mejor gastados de mi vida).
En cuanto a lo
demás, poca posa y me da que esa va a ser la tónica durante algunas semanas.
Quiero desmitificar lo del frío, por el momento. Noviembre aquí no es en
absoluto peor que en la hermosa submeseta norte española, aunque seguro que en
enero y febrero vendrán mucho peor dadas. Pero por el momento, para que os
podáis hacer una idea, ni siquiera ha helado. Mis paseíllos por la ciudad,
variados en cuento a su trayectoria pero con dos únicos puntos de salida y
llegada alternantes (mi madriguera y el Instituto de Bioquímica, que me parecía
grande hasta que vi el Max Planck) han revelado que no es fea, pero tal y como
parecía en los primeros y neblinosos días, está tan muerta que resulta
impensable que 13000 estudiantes la habiten. Es como si hubiese un toque de
queda o algo así. Se deslizan silenciosamente en sus bicicletas y se meten en
casa, como si les diese vergüenza que los viesen por la calle, como si sus
espaldas se encorvasen bajo el peso de algún innombrable estigma ancestral (esta
semana ha salido a flote que IKEA utilizó en sus fábricas de esta zona presos
políticos durante los años 60 y 70). Y eso que ya os digo que el tiempo, de
momento, si bien no acompaña sí respeta bastante. Dentro de un mes, cuando
empiece a hacer rasca de verdad y sea de noche a las tres de la tarde, no sé en
qué se va a convertir esto. Igual lo de Silent Hill se queda corto. Además me
han dicho que en invierno no es raro que la ciudad quede bastante aislada por
la nieve. En ese caso, sólo quedará comprar en eBay un arma de fuego de gran
calibre y sentarse ante la puerta de la
casa, esperando la avalancha de zombis con la esperanza de que el sentido común
me permita guardar la última bala para mí.