sábado, 20 de octubre de 2012

Las calles de Berlín (I)



La decoración de la casa de Rolando constituye un extraordinario museo del kitsch. Podría hasta pedir subvenciones para su conservación. Todo lo que el buen hombre ahorra no saliendo de casa se lo gasta en viajes organizados por el INSERSO alemán o alguna organización equivalente, y los durillos que le sobran durante el viaje los invierte en adquirir suvenires del gusto más dudoso (lo que contrasta con su interés por la geografía, ciencia de un buen gusto excelente). Conviven en las paredes y estanterías del salón un sinfín de jarras de cerveza con el nombre de cada ciudad de Alemania, navajas suizas, machetes, matriuskas made in China, postales sin matasellar, banderitas de nailon de las más diversas nacionalidades, una gorra de marinero, un catalejo, calendarios de gatitos aún no conscientes de su maldad, guirnaldas de flores plástico enroscadas en las tuberías de cobre de la calefacción, termómetros escalados en grados Celsius y Fahrenheit, caricaturas de sus tres hijas (dos matrimoniales y otra que vive en Frankfurt, fruto de una veleidad juvenil “hace mucho, mucho tiempo”), ceniceros con monumentos dibujados, un mapa de Italia bordado en una sábana, dos bolas de nieve (una con las torres de la plaza vieja de Praga y otra que encierra la catedral de Milán) y un sinfín de horteradillas por el estilo, que si bien tomadas una por una no tendrían la menor importancia, en conjunto constituyen un sentido y significativo homenaje a la industria de los recuerdos low cost para turistas centroeuropeos. Se echan de menos sobre la televisión el toro con las banderillas y la sevillana embutida en su traje de gitana, pero estos aparatos de hoy en día, tan planos, no permiten la instalación de tales exquisiteces.   

Mi habitación no es ninguna excepción y se encuentra completamente atestada de objetos de la misma calaña, salvo una pared tapizada de mapas físicos y políticos de Alemania, Europa y el Mundo (cosa que me fascina, como a casi todo hijo de vecino). Sobre los cráneos y cornamentas de ungulados que tapizan la pared frente a los mapas (ocho de corzo, dos de ciervo, uno de gamo y otro más de muflón), a los que se suman unas cuchillas de jabalí, Rolando me ha explicado que le dio por ahí cuando era joven y vivía en la antigua RDA, que entonces no había mucho más que hacer, pero que ahora no le dispararía jamás a un animal, sólo a determinadas personas, como los grafiteros que inundan la ciudad desde que cayó el Muro. Incluyo a continuación tres fotos tomadas con mi teléfono, para que se hagan ustedes una idea del espectáculo que contemplo al despertar cada mañana y que tanto me impactó a mi llegada hace mes y medio.





Y sí, es verdad, las calles de Berlín están completamente pintarrajeadas de arriba a abajo, sobre todo una vez uno se aleja del cogollito más céntrico. Para mi mentalidad española, todo funciona extraordinariamente bien aquí, pero para los alemanes que no son berlineses, esta ciudad representa la suciedad, el desbarajuste y el caos más absoluto. Hojas otoñales que nadie recoge, colillas en las paradas del autobús, pintadas, jardines descuidados, peatones cruzando la calzada con el semáforo en rojo, o incluso por cualquier sitio… vamos, inconcebible. 

Lo cierto es que Berlín tiene de todo, y los combina admirablemente bien. Personalmente, soy un chico de provincias y prefiero los asentamientos humanos chiquititos, pero la verdad es que Berlín es el hábitat natural del urbanita, con casi todas las ventajas y casi ninguno de los inconvenientes de una gran ciudad. Es barata, es tranquila y la gente se muestra en general  bastante amigable (sobre todo, y según se dice, en relación al alemán medio que en breve tendré ocasión de conocer). Nunca hay grandes atascos y los conductores son extraordinariamente pacientes, deben ver una verdadera tropelía para atreverse a tocar el claxon. La red de transporte público es simplemente espectacular (aunque aun así, y debido a la monstruosa extensión de Berlín, se puede tardar un buen rato en llegar a algunos sitios) y la oferta cultural tremenda, desbordante (tanto que servidor, chico de pueblo, no entiende ni cómo podría llegar a disfrutarla por no haber sido nunca entrenado para ello). Hay en ella un sinfín de restaurantes, y la inmensa mayoría están llenos. Hay edificios ocupados en barrios lujosos y edificios lujosos en barrios marginales. Hay simplemente de todo. Menos playa.

No es una ciudad bonita en sentido estricto, aunque tenga lugares con cierto encanto. Berlín no es interesante por cómo es, sino por lo que en ella ocurre de manera constante. Nunca se detiene (los fines de semana, el trasporte público funciona las 24 horas y siempre va lleno) y sin embargo no estresa en absoluto. El gran problema aquí es encontrar un trabajo de cualificación media. Hay numerosos centros de investigación y universidades, y una inmensa gama de posibilidades en hostelería, pero la industria brilla por su ausencia (en conjunto, la ciudad exhibe un 18 % de desempleo frente a una media nacional del 8 %). Cada día tres millones de almas se lanzan a patrullar sus sucias calles, buscando un poco de suerte, a pie, con cadenciosos pedaleos o entregándose al monótono traqueteo de los tranvías. Entre ellas se cuentan tropecientos mil estudiantes de alemán, cientos de travestis, músicos callejeros, 7863 estoicos camareros vietnamitas que jamás enferman y que no conciben el descanso,  talabarteros, trapecistas, un sinfín de obreros eslavos con monos azules que huelen a sudor y tabaco por las tardes y a colonia barata por las mañanas, 200.000 rubias de bote, docenas y docenas de hombres de negocios con sus ordenadores portátiles encorsetados en trajes azul marino o gris marengo, un montón de perroflautas, putas, puteros, un buen puñado de yonkis de carnes trémulas y miradas perdidas, niños con mochilas gigantescas, un número indeterminado pero a buen seguro elevado de pederastas, diputados, turistas consultando mapas, buscavidas, taxistas turcos, vendedores ambulantes de salchichas con mostaza y un millar de madres solteras rusas en busca de la redención.

domingo, 14 de octubre de 2012

Segundo contacto


Transcurren los días en medio de la más absoluta indiferencia por parte de mis anfitriones, que se pasan el día bebiendo cervezas en silencio frente a la televisión. Cuando me voy la cama no se muestran excesivamente comprensivos con respecto al volumen del aparato. Tienen la fea costumbre de alargar más de lo recomendable la vida útil de arena del gato (contenida en un cajoncito en el minúsculo cuarto de baño) y gustan de acumular grandes cantidades de platos y cubiertos sucios en el fregadero. No llevan a cabo ningún tipo de separación de residuos, de los que generan cantidades ingentes, en forma de latas de aluminio, botellas de vodka vacías y toda suerte de embalajes de comida rápida. Parecen manifestar cierta predilección por los productos de Burger King. Esta serie de factores hacen que desde el principio desarrolle por ellos un frío desprecio homicida. Gustosamente los envenenaría. No bromeo. 

En diversas ocasiones trato de preguntarles si el casero va a venir antes o después (entiendo que ellos no viven allí, puesto que en el buzón sólo hay un nombre, el del dueño de la casa, el tal Roland Böhme). Pero o se hacen los suecos o son incapaces de comprender mis preguntas. Comienzo a acudir a clase de alemán y procuro pisar por casa lo indispensable para dormir y asearme.

Al tercer día, al llegar a casa, reina el silencio por primera vez. La cama de matrimonio de la habitación que ocupaban los angelitos aparece por fin hecha. Los fregaderos están despejados y el gato mira atentamente a la puerta, a la espera de su benefactor, el hombre que me imagino lo alimenta y cepilla sin esperar a cambio otra cosa que sus gráciles contoneos. Me queda claro que la llegada del casero es inminente.

Finalmente, ya bien entrada la noche, aparece Ronald. Se deshace en mimos y dulces susurros germánicos hacia su gato, que lo observa con la indiferencia propia de tales bestezuelas. Me presentó ante él y me pide que le llame Rolando.  Acaba de llegar de unos días en Rávena, Italia. Es un hombre simpático, o al menos se esfuerza por parecer desenfadado y sonriente. Tendrá sesenta y tantos años, y pese a su deficiente afeitado y ciertas carencias dentales, presenta un aspecto saludable: un poco más bajo que yo, sólo un poco de barriga y un pelo ralo y canoso, aún cuajado de brillos dorados, que se peina hacia atrás. Me hace la encuesta tipo que todo el mundo te hace cuando llegas a un sitio, pero tampoco habla ni una pizca de inglés, así que pasan algunos días hasta que llegamos a intercambiar información substancial. 

Me jode reconocerlo, pero Rolando es majete. Se empeña en que yo no debo fregar nada, me mete la ropa a la lavadora y alaba mis pequeños progresos con el alemán. Además, le gusta el fútbol y eso hace que al menos tengamos algo de qué hablar unas cuantas cosas por semana. Por desgracia, se pasa prácticamente todo el día metido en casa en frente de la televisión, al igual que sus hijas cuando pululan por aquí. Tan sólo apaga la caja tonta para encender la radio, lo que unido al reducido tamaño del apartamento tiene como consecuencia que la casa jamás está en silencio. Este comportamiento, muy característico en personas que viven solas sin desearlo realmente, impide que me sienta realmente cómodo, aunque tampoco puedo culpar al pobre hombre: tan sólo a mi aciago destino. Mientras que mis compañeros de clase tiene por caseros a seres entrañables que les dejan bicicletas y hacen su vida, yo me levanto cada día con la certeza de que Rolando estará acechando en el salón, la cocina o el cuarto de baño, sin otra cosa que hacer que saludarme y tratar de ser agradable conmigo. En cierto modo, lleva una existencia muy similar a la de su gato (como dijimos anteriormente, Mili).

Una de las cosas que más me aterra de los gatos domésticos es esa capacidad para resistir una vida que en muchísimos casos se transcurre de manera exclusiva entre las paredes de una casa, sin un solo garbeo a cielo abierto. Mili es uno de esos ejemplares. Pese a que Rolando vive en un bajo, deja las ventanas abiertas de par en par; Mili se limita a colocarse en el alfeizar y mirar con cierta aprensión el mundo exterior, un mundo lleno de peligros en el que no hay pienso a la vista y por el que, por tanto, no puede sentir ningún tipo de interés. 

Pues bien, la vida de Rolando es bastante parecida, si excluimos del análisis alguna escapada al supermercado o la quincenal visita al estadio olímpico de Berlín para ver el partido del Hertha, correspondiente a la segunda división del futbol alemán. Al igual que al gato, uno puede encontrárselo adormilado en cualquier rincón de la casa, envuelto en una manta sobre el sofá, al calor de los últimos rayos otoñales del sol berlinés sobre el tresillo de la terraza, de brazos cruzados sobre la mesa de la cocina o echado en su cama cubierto únicamente por unos calzoncillos y un periódico, la puerta del dormitorio abierta de par en par. Al igual que el gato, lleva una dieta aburrida y frugal, que se fundamenta en té, pan, queso, mantequilla y un una sopa de pasta y albóndigas que suele ofrecerme una vez por semana como si se tratase de la cosa más exquisita del mundo. No es que esté mal, ojo, pero no como para repetir.

Cuando Ronaldo está delante de nosotros, y con el fin de no alterar la feliz armonía del hogar, Mili y yo hacemos el paripé y simulamos llevarnos bien, jugueteando sin demasiado entusiasmo sobre la moqueta y procurándonos cordiales carantoñas. Ahora bien, en el mismo momento en que el hombre sale hacia la cocina en pos de alguna golosina el juego se interrumpe y nos miramos con una desconfianza mutua y profunda. Al regreso de Rolando, Mili, con un suspiro de resignación, se me vuele a aproximar. Rolando sonríe entonces enternecido y arroja hacia el pasillo la pelotita de lana predilecta del animal, que en aproximadamente la mitad de las ocasiones se decide a perseguirla con una especie de disciplina condescendiente, como si sólo quisiese hacerle un favor a aquel hombre parcialmente desdentado que le trae cajas de pienso de algún lugar inconcebible. En la otra mitad de las ocasiones mira a Rolando como si fuese imbécil y no mueve ni un bigote. Rolando se ríe igualmente y acusa al animal de indolente y perezoso, pero no hay reproches en el tono que emplea en estos simulacros de amonestación. A ninguno de los dos parece importarles demasiado el asunto: “pelillos a la mar, nos tenemos el uno al otro y eso es lo importante”.

Y así transcurre la vida de Mili y Rolando, viendo pasar los días entre estas cuatro paredes tapizadas de decoración kitsch, sin esperar en el fondo de sus almas otra cosa que no sea que el otro la palme primero, para poner fin a esta siniestra danza macabra de rutinas, siestecillas, partidos de fútbol, yogures de marca blanca y pelotitas de lana naranja.