La decoración de
la casa de Rolando constituye un extraordinario museo del kitsch. Podría hasta pedir subvenciones para su conservación. Todo
lo que el buen hombre ahorra no saliendo de casa se lo gasta en viajes
organizados por el INSERSO alemán o alguna organización equivalente, y los
durillos que le sobran durante el viaje los invierte en adquirir suvenires del
gusto más dudoso (lo que contrasta con su interés por la geografía, ciencia de
un buen gusto excelente). Conviven en las paredes y estanterías del salón un
sinfín de jarras de cerveza con el nombre de cada ciudad de Alemania, navajas
suizas, machetes, matriuskas made in
China, postales sin matasellar, banderitas de nailon de las más diversas
nacionalidades, una gorra de marinero, un catalejo, calendarios de gatitos aún
no conscientes de su maldad, guirnaldas de flores plástico enroscadas en las tuberías
de cobre de la calefacción, termómetros escalados en grados Celsius y Fahrenheit,
caricaturas de sus tres hijas (dos matrimoniales y otra que vive en Frankfurt,
fruto de una veleidad juvenil “hace mucho, mucho tiempo”), ceniceros con monumentos
dibujados, un mapa de Italia bordado en una sábana, dos bolas de nieve (una con
las torres de la plaza vieja de Praga y otra que encierra la catedral de Milán)
y un sinfín de horteradillas por el estilo, que si bien tomadas una por una no
tendrían la menor importancia, en conjunto constituyen un sentido y significativo homenaje a la industria de los recuerdos low cost para turistas centroeuropeos.
Se echan de menos sobre la televisión el toro con las banderillas y la
sevillana embutida en su traje de gitana, pero estos aparatos de hoy en día,
tan planos, no permiten la instalación de tales exquisiteces.
Mi habitación no
es ninguna excepción y se encuentra completamente atestada de objetos de la
misma calaña, salvo una pared tapizada de mapas físicos y políticos de
Alemania, Europa y el Mundo (cosa que me fascina, como a casi todo hijo de
vecino). Sobre los cráneos y cornamentas de ungulados que tapizan la pared
frente a los mapas (ocho de corzo, dos de ciervo, uno de gamo y otro más de
muflón), a los que se suman unas cuchillas de jabalí, Rolando me ha explicado que
le dio por ahí cuando era joven y vivía en la antigua RDA, que entonces no
había mucho más que hacer, pero que ahora no le dispararía jamás a un animal,
sólo a determinadas personas, como los grafiteros que inundan la ciudad desde que
cayó el Muro. Incluyo a continuación tres fotos tomadas con mi teléfono, para
que se hagan ustedes una idea del espectáculo que contemplo al despertar cada
mañana y que tanto me impactó a mi llegada hace mes y medio.
Y sí, es verdad,
las calles de Berlín están completamente pintarrajeadas de arriba a abajo, sobre todo una vez
uno se aleja del cogollito más céntrico. Para mi mentalidad española, todo funciona
extraordinariamente bien aquí, pero para los alemanes que no son berlineses, esta
ciudad representa la suciedad, el desbarajuste y el caos más absoluto. Hojas
otoñales que nadie recoge, colillas en las paradas del autobús, pintadas, jardines
descuidados, peatones cruzando la calzada con el semáforo en rojo, o incluso
por cualquier sitio… vamos, inconcebible.
Lo cierto es que
Berlín tiene de todo, y los combina admirablemente bien. Personalmente, soy un
chico de provincias y prefiero los asentamientos humanos chiquititos, pero la
verdad es que Berlín es el hábitat natural del urbanita, con casi todas las
ventajas y casi ninguno de los inconvenientes de una gran ciudad. Es barata, es
tranquila y la gente se muestra en general bastante amigable (sobre todo, y según se
dice, en relación al alemán medio que en breve tendré ocasión de conocer). Nunca hay grandes atascos y los conductores
son extraordinariamente pacientes, deben ver una verdadera tropelía para
atreverse a tocar el claxon. La red de transporte público es simplemente
espectacular (aunque aun así, y debido a la monstruosa extensión de Berlín, se
puede tardar un buen rato en llegar a algunos sitios) y la oferta cultural tremenda,
desbordante (tanto que servidor, chico de pueblo, no entiende ni cómo podría
llegar a disfrutarla por no haber sido nunca entrenado para ello). Hay en ella
un sinfín de restaurantes, y la inmensa mayoría están llenos. Hay edificios
ocupados en barrios lujosos y edificios lujosos en barrios marginales. Hay simplemente
de todo. Menos playa.
No es una ciudad
bonita en sentido estricto, aunque tenga lugares con cierto encanto. Berlín no
es interesante por cómo es, sino por lo que en ella ocurre de manera constante.
Nunca se detiene (los fines de semana, el trasporte público funciona las 24
horas y siempre va lleno) y sin embargo no estresa en absoluto. El gran
problema aquí es encontrar un trabajo de cualificación media. Hay numerosos
centros de investigación y universidades, y una inmensa gama de posibilidades
en hostelería, pero la industria brilla por su ausencia (en conjunto, la ciudad
exhibe un 18 % de desempleo frente a una media nacional del 8 %). Cada día tres
millones de almas se lanzan a patrullar sus sucias calles, buscando un poco de suerte,
a pie, con cadenciosos pedaleos o entregándose al monótono traqueteo de los
tranvías. Entre ellas se cuentan tropecientos mil estudiantes de alemán,
cientos de travestis, músicos callejeros, 7863 estoicos camareros vietnamitas
que jamás enferman y que no conciben el descanso, talabarteros, trapecistas, un sinfín de obreros
eslavos con monos azules que huelen a sudor y tabaco por las tardes y a colonia
barata por las mañanas, 200.000 rubias de bote, docenas y docenas de hombres de
negocios con sus ordenadores portátiles encorsetados en trajes azul marino o
gris marengo, un montón de perroflautas, putas, puteros, un buen puñado de
yonkis de carnes trémulas y miradas perdidas, niños con mochilas gigantescas,
un número indeterminado pero a buen seguro elevado de pederastas, diputados,
turistas consultando mapas, buscavidas, taxistas turcos, vendedores ambulantes de
salchichas con mostaza y un millar de madres solteras rusas en busca de la redención.