domingo, 30 de septiembre de 2012

Primer contacto


Los primeros minutos resultan sumamente confusos. El pelirrojo lleno de acné, que apenas chapurrea inglés, me hace entrega de las llaves del piso y del portal. Resulta más bien hosco, pero aun así se ofrece a ayudarme a vaciar el coche y a llevar mis enseres hasta la habitación que al parecer voy a ocupar. La operación apenas nos lleva unos pocos minutos, porque el piso es un bajo y he aparcado el coche justo enfrente del portal.

Lo primero que percibo al entrar en la casa es como una bola de pelo esponjosa, pero no por ello menos maligna, corre a ocultarse en una de las habitaciones; un gato. Lo peor que se puede tener en una casa después de un gremlin y del miembro amputado e incorrupto de Carmen de Mairena. Responde por el coqueto nombre de Mili, y se trata de una gata vieja, resabiada y egoísta que me mira con una especie de rencor preventivo desde la mesa de la cocina. No vamos a ser amigos. Y lo sabe.

Mientras me estoy instalando, consigo sonsacar al pelirrojo (bien que a duras penas) que él no es Roland. Algo es algo. Al parecer, es el novio de la hija de Roland. Lo cierto es que el chaval no me suscita demasiada confianza, pero mi escasa experiencia en el trato con alemanes hace que le quite hierro al asunto. Casi en el acto aparece la susodicha: apocada, poco agraciada (para que engañarnos, la pobre es fea como un congrio) y con un toque inconfundiblemente choni-punk (como veremos en próximos capítulos, el chonismo no es ni mucho menos un fenómero endémico de la Península Ibérica: Occidente entero se tambalea ante su poder). Tampoco habla demasiado inglés, pero me hace comprender que para ir al día siguiente al instituto de alemán debo coger la línea doce del tranvía.  Me dice que me acompaña hasta la estación para mostrarme su localización, de modo que la sigo no sin antes hacer uso del cuarto de baño, en el que perpetro un hecho simplemente espantoso. Al atravesar el zaguán me encuentro el cuadro.

En torno a un coche aparcado a medias sobre la acera, una pareja madura fuma mientras intercambia algún tipo de opinión. La hija de Roland (Steffi, para más señas) me presenta a la mujer como su mamá. La señora, ya talludita, lleva un anillo en una ceja y el pelo teñido de azul, francamente alternativa, y me saluda de manera amable y divertida, como si yo fuese un perrito particularmente gracioso. A continuación, Steffi me presenta al hombre como un “amigo” de su mamá, con ese temblor en la voz que indica lo mismo en todas las lenguas conocidas: “este tío se beneficia a mi mamá”. Correcto, todo encaja. Familia desestructurada.  El tipo (el beneficiario, en este caso) sólo puede ser descrito de una manera: EL TORRENTE ALEMÁN. Es realmente mítico. De aproximadamente mi estatura, algo gordo pero asombrosamente barrigudo, mal afeitado y con un bigotillo, por así decirlo, antihigiénico. Me mira a través de los cristales ahumados de sus gafas mientras juguetea con un cigarrillo de manera brusca en su boca, como si de un palillo se tratase. Me comunican que él me va a acercar en coche (su taxi, de hecho) hasta la parada del tranvía, para que no tenga ningún problema al día siguiente. Doichetorrente me sonríe, emite un sonido gutural y hace un gesto que viene a significar algo así como “súbete a mi carro que lo vas a flipar”. El taxi es toda una pieza de museo, un Laguna de primerísima generación, acaso el primogénito de la factoría Renault de turno, con asientos grasosos como un torrezno de esos que tanto me deleitan. Se podría untar un biscote en ellos, pero no tengo pan. Doichetorrrente apaga el pitillo sobre el capó de su máquina (sí, señores, sí), enciende el motor y me lleva en un viaje alucinante y vertiginoso a través de las calles de Berlín Este. 

Y digo “calles” porque fueron dos, y la duración del viaje de unos tres minutos entre ida y vuelta. Juro que la estación del tranvía no está ni a trescientos metros de casa. Steffi se lo curra de verdad. Es un lastre social. Yo huelo esas cosas.

Al parecer, Steffi y su pizpireta pareja sentimental van a pasar la noche en casa. No me queda claro si el casero va a venir o no. El caso es que ellos cenan pasta en silencio en el salón y yo decido salir a inspeccionar el barrio. Tranquilo y solitario. Ceno un kebab. Grafitis y papeleras atestadas. Hace una noche agradable. Estoy cansado. Mañana será otro día. Dios lo quiera así.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Carretera y manta



La cosa ha sido, en conjunto, bastante súbita. Por eso ni siquiera he podido hablar ordenadamente con algunos de vosotros. Me anunciaron la concesión de la beca a mediados de julio, pero sin confirmarme la fecha de incorporación. El primer o segundo día de agosto me soltaron que el 3 de septiembre tenía que comenzar con el curso intensivo de alemán en Berlín. Yo me cogía las vacaciones en INBIOTEC el día 3 de agosto y con el fin de cuadrar el número de días de vacaciones, tendría que trabajar los días 26 y 27, que invertí esencialmente en ordenar a duras penas el material en el laboratorio. Si quería llegar a tiempo, tenía que salir de Burgos con mi coche el día 31 de agosto por la mañana para llegar a Berlín el domingo día 2. Del vaciado y limpieza de mi madriguera en Villaobispo de las Regueras prefiero no hablar en detalle, baste aquí con decir que constituyó una terrible derrota moral para mí, con el tambaleo de mis valores en lo referente al consumo y el reciclaje: me he dado cuenta de que realmente no genero menos basura que los demás; si bajo menos bolsas a los contenedores es solamente porque yo me quedo más mierda en casa. El resto del tiempo, entre trámites, correos electrónicos, lectura de normativas, vacaciones y despedidas hizo de este mes de agosto el más estresante de mi existencia. Agradezco infinitamente el auxilio de todos, aun de aquellos cuya ayuda, necio de mí, no acepté.

Vamos a ello.

Tras una emotiva despedida de mis padres, enciendo mi flamante navegador GPS (sin probarlo antes ni ná, con dos cojones) y, con el fin de evitar París y sus circunvalaciones (estamos en plena operación retorno de vacaciones), escribo “Freiburg, Alemania”. Me congratulo al ver que efectivamente el aparatito es capaz de trazar una ruta hasta allí, y me pongo enteramente en sus manos. Empiezo a pagar peajes. Sigo pagando peajes. Otro peaje. Otro más. Lleno el depósito antes de que suban el IVA de nuevo. Trago saliva. Otro peaje. Cuando en una estación de servicio pido una café con leche y me clavan 2,79 € por un potingue emético en un minúsculo vaso de plástico, me percató de que transito un territorio hostil: Francia. Asustado, prosigo. Peajes. Más peajes. Cielos azules. Peajes. Cielos grises. Peajes. Entro a otra estación de servicio a degustar el exquisito bocadillo de tortilla que mi madre me ha facilitado. Una tortilla deliciosa, como cuando fui a Australia. Cuando me vuelvo a incorporar a la autovía, el tráfico fluido de hace tres cuartos de hora se ha transformado en un pollo del copón bendito. Casi cuatro horas para recorrer 50 kilómetros en las inmediaciones de Burdeos. No quiero ni imaginar cómo esté la cosa a medida que uno se aproxime a París, pero no me importa. A partir de ahora, trazaré sobre los campos franceses una estela diagonal hacia Suiza. Los altavoces de mi coche reproducen los acordes de “Tunnel of love”.

Con todo, las cuatro horas perdidas alteran ostensiblemente mis planes de comer en Friburgo (suroeste de Alemania) en casa de la familia de una amiga mía al día siguiente, así que de mutuo acuerdo decidimos dejar mi visita para la merienda. Paso la noche en un motel de carretera que me parece más que aceptable. El desayuno es decente. Prosigo. En el horizonte se divisan más peajes.

El segundo día transcurre sin mayores incidentes. Ya fuera de las trayectorias que conducen hacia París, mi bólido colorado traspasa el territorio gabacho como si se tratase de mantequilla. Como mi madre no sólo me ha dotado de tortilla, sino también de jamón, entro con mi coche a una población de tamaño medio cuyo nombre no acierto a recordar. El navegador me lleva hasta un E.Leclerc para que pueda comprar una barra de pan. Sin ansias de glamur, engullo el bocata de pie en el aparcamiento del supermercado, ante la mirada aterrorizada y recriminatoria de los viandantes. En la cafería del supermercado me endiñan 2,70 por un café igual de malo que el del día anterior. No fue un mero timo de autovía, se trata sin duda de una maniobra bien orquestada; de crimen organizado.

Al salir del E.Leclerc el GPS me juega la primera y única del camino y me lleva a través de  20 kilómetros de campos de cultivo hasta un punto en el que, salvo con los sistema de propulsión del coche fantástico (con los que ni de coña podría superar mi coche la ITV), no me puedo incorporar a la autovía. Por suerte, mi sentido arácnido y mi fina intuición me permiten reincorporarme al cabo de un rato. Peaje. Peaje. Peaje. Peaje. Cruzo el Rin. Alemania. No más peajes. Autobahn. No más limitaciones de velocidad. Ahora soy como Mad Max, the Road Warrior, como me dijeron hace poco.

Al principio, cuando entra en las Autobahn, uno se crece y aprieta un poco más de lo habitual el acelerador. Poco después, te acojonas al ver que sólo puedes apartarte ante las ráfagas de luz y la velocidad que llevan los que no están preocupados por el consumo de combustible y pueden exprimir al máximo los motores de sus cochazos. Al final, acabas yendo a la misma velocidad que en España, si me apuran màs despacio, como un corderito en el carril de la derecha, dejando el central para adelantar y el izquierdo (las autobahn tienen por lo general tres carriles por sentido) para los verdaderos depredadores del asfalto.  9 de cada 10 conductores hacen lo mismo que tú. Vamos, que no es para tanto.

En Friburgo (bueno, muy cerca de Friburgo) soy obsequiado con tarta de queso y una plancha, que podré emplear tanto para mi defensa personal como para aplanar ropa ocasionalmente. Arreglamos un buen rato el país, recibo algunos consejos y de vuelta a la carretera, al menos un par de horas más con el fin de compensar en parte lo de Burdeos. Como ya es bastante tarde y no compensa de ninguna manera pagar por una cama, decido dormir en un área de descanso. Busco una más o menos concurrida para evitar ser multiviolado por alguna de esas sectas de camioneros centroeuropeos de las que todos hemos oído hablar, reclino el asiento y se me cierran todos los ojillos.

A la mañana siguiente, me despierto vivo. La sensación es agridulce. Reprimiendo una náusea, verifico que el café en el sur de Alemania es igual de malo que en Francia, y casi igual de caro. Me quedan unos 500 kilómetros hasta Berlín. Ya es pan comido. Pese a numerosas obras en la Autobahn y una parada para consultar a la policía si puedo o no meter el coche en Berlín (existe aquí una normativa según la cual sólo se puede circular por Berlín si tu vehículo cumple unos determinados requisitos de emisión de partículas, que el mío no cumple al máximo), voy bien de tiempo. Me dicen que dado que el mío es un coche matriculado en España, puedo estar como turista hasta seis meses en Berlín con él, así que todo bien. De todos modos apenas lo voy a mover los dos meses que tengo que estar aquí haciendo el curso de alemán, para evitar que los tremendos bigardos de la Polizei me paren, pregunten y pongan en situaciones incómodas. Y digo lo de los tremendos bigardos porque aunque lo de alemán alto, fuerte y rubio es a todas luces un mito (yo aquí soy de altura promedio, o casi), parece ser que reservan esos ejemplares más característicos para este tipo de servicio público. Para meter miedo e infundir respeto al personal, supongo. Al verlos se me pasaron las ganas de delinquir que traía yo de España, que, por descontado, eran muchas.

Penetro en la grandiosidad prusiana de Berlín sin excesivas dificultades. Había dicho a mi casero que llegaría el domingo hacia las 18:00. Sin el navegador desde luego habría sido imposible, pero a las 18:15 aparco frente al número 5 de Neumagenerstraβe. Llamo al timbre del apartamento del tal Ronald Böhme y me abre la puerta un postadolescente pelirrojo con el cutis cuajado de acné. Apenas habla inglès. Algo no me gusta en el ambiente. Algo no está bien.