Los primeros
minutos resultan sumamente confusos. El pelirrojo lleno de acné, que apenas
chapurrea inglés, me hace entrega de las llaves del piso y del portal. Resulta
más bien hosco, pero aun así se ofrece a ayudarme a vaciar el coche y a llevar
mis enseres hasta la habitación que al parecer voy a ocupar. La operación
apenas nos lleva unos pocos minutos, porque el piso es un bajo y he aparcado el
coche justo enfrente del portal.
Lo primero que
percibo al entrar en la casa es como una bola de pelo esponjosa, pero no por
ello menos maligna, corre a ocultarse en una de las habitaciones; un gato. Lo
peor que se puede tener en una casa después de un gremlin y del miembro
amputado e incorrupto de Carmen de Mairena. Responde por el coqueto nombre de Mili,
y se trata de una gata vieja, resabiada y egoísta que me mira con una especie
de rencor preventivo desde la mesa de la cocina. No vamos a ser amigos. Y lo
sabe.
Mientras me
estoy instalando, consigo sonsacar al pelirrojo (bien que a duras penas) que él
no es Roland. Algo es algo. Al parecer, es el novio de la hija de Roland. Lo
cierto es que el chaval no me suscita demasiada confianza, pero mi escasa
experiencia en el trato con alemanes hace que le quite hierro al asunto. Casi
en el acto aparece la susodicha: apocada, poco agraciada (para que engañarnos,
la pobre es fea como un congrio) y con un toque inconfundiblemente choni-punk
(como veremos en próximos capítulos, el chonismo no es ni mucho menos un
fenómero endémico de la Península Ibérica: Occidente entero se tambalea ante su
poder). Tampoco habla demasiado inglés, pero me hace comprender que para ir al
día siguiente al instituto de alemán debo coger la línea doce del tranvía. Me dice que me acompaña hasta la estación
para mostrarme su localización, de modo que la sigo no sin antes hacer uso del
cuarto de baño, en el que perpetro un hecho simplemente espantoso. Al atravesar
el zaguán me encuentro el cuadro.
En torno a un
coche aparcado a medias sobre la acera, una pareja madura fuma mientras intercambia
algún tipo de opinión. La hija de Roland (Steffi, para más señas) me presenta a
la mujer como su mamá. La señora, ya talludita, lleva un anillo en una ceja y
el pelo teñido de azul, francamente alternativa, y me saluda de manera amable y
divertida, como si yo fuese un perrito particularmente gracioso. A
continuación, Steffi me presenta al hombre como un “amigo” de su mamá, con ese
temblor en la voz que indica lo mismo en todas las lenguas conocidas: “este tío
se beneficia a mi mamá”. Correcto, todo encaja. Familia desestructurada. El tipo (el beneficiario, en este caso) sólo
puede ser descrito de una manera: EL TORRENTE ALEMÁN. Es realmente mítico. De
aproximadamente mi estatura, algo gordo pero asombrosamente barrigudo, mal
afeitado y con un bigotillo, por así decirlo, antihigiénico. Me mira a través
de los cristales ahumados de sus gafas mientras juguetea con un cigarrillo de
manera brusca en su boca, como si de un palillo se tratase. Me comunican que él
me va a acercar en coche (su taxi, de hecho) hasta la parada del tranvía, para
que no tenga ningún problema al día siguiente. Doichetorrente me sonríe, emite
un sonido gutural y hace un gesto que viene a significar algo así como “súbete
a mi carro que lo vas a flipar”. El taxi es toda una pieza de museo, un Laguna
de primerísima generación, acaso el primogénito de la factoría Renault de
turno, con asientos grasosos como un torrezno de esos que tanto me deleitan. Se
podría untar un biscote en ellos, pero no tengo pan. Doichetorrrente apaga el
pitillo sobre el capó de su máquina (sí,
señores, sí), enciende el motor y me lleva en un viaje alucinante y vertiginoso a través de
las calles de Berlín Este.
Y digo
“calles” porque fueron dos, y la duración del viaje de unos tres minutos entre
ida y vuelta. Juro que la estación del tranvía no está ni a trescientos metros
de casa. Steffi se lo curra de verdad. Es un lastre social. Yo huelo esas
cosas.
Al parecer,
Steffi y su pizpireta pareja sentimental van a pasar la noche en casa. No me
queda claro si el casero va a venir o no. El caso es que ellos cenan pasta en
silencio en el salón y yo decido salir a inspeccionar el barrio. Tranquilo y
solitario. Ceno un kebab. Grafitis y papeleras atestadas. Hace una noche
agradable. Estoy cansado. Mañana será otro día. Dios lo quiera así.