jueves, 13 de diciembre de 2012

Fiestas gordas del vino y del tocino



13 de diciembre de 2012. Quedan 687 días. Iba a escribir sobre algunas simpáticas diferencias entre el comportamiento de los españoles y los alemanes y su actitud ante la vida y la crisis. Pero la irrupción en mi mundo del mercado navideño de Greifswald ha eclipsado cualquier intento de reflexión sobre otros temas. Lo dejaremos para después de Navidades y ahora nos centraremos en la palpitante actualidad la Joya del Báltico.

Imagínense una feria española, de esas que cada verano llenan de olor a fritanga churrera y griterío la atmósfera de nuestras ciudades de provincias. A esa imagen sustráiganle el alborozo y el bullicio. Olvídense de los gitanos y del algodón de azúcar. Ni se les ocurra pensar que el tío de las carreras de camellos (pinchar aquí) pueda aventurase hasta estas latitudes. Quítenle los churros, el chocolate, las manzanas de caramelo, y unos treintaicinco grados centígrados. Cualquiera que sepa echar cuentas verá que, llegados a este punto, nos quedan los coches de choque, las tómbolas de escopeta de feria, el derribo de botes con pelotas y entre -5 y -10 grados centígrados. Añadan mucha ropa de abrigo y cuatro casetas desvencijadas en las que uno puede tomar vino caliente especiado  y comer salchichas chorreantes de grasa. Ya está. Bienvenidos a las fiestas sin control del Báltico alemán. Frente a los indeseados embarazos preadolescentes y atracos navaja en mano de nuestras entrañables fiestas patronales, el mercado navideño de Greifswald ofrece muertes por congelación y unas probabilidades casi nulas de apareamiento. Para gustos, los colores.

Este panorama postapocalíptico, digno de una peli de Mad Max ambientada en la próxima glaciación, es sin embargo recibido como uno de los acontecimientos del año por los Greifswalditas, que se entregan al silencioso júbilo de moverse en procesión de un puesto a otro, en busca de ese ángulo en el que no pegue el viento o de un hueco junto a una de las estufas que los dueños de las casetas instalan para tratar de minimizar las bajas. Lo llaman mercado navideño porque, entre tómbola y tómbola o puesto de salchichas y barra de vino caliente, puede uno encontrar pequeñas tienducas en la que adquirir diversos artículos propios del kitsch ornamental característico de estas fechas. Nada en los expositores ha sido capaz de atraer mi atención más allá de medio segundo, pero ya saben ustedes que soy un amargado de mierda. Sin embargo, he de reconocer que en uno de los puestos de venta de carne me deleité el primer día (he ido varios, a petición de mis compañeros inmigrantes, que desean fervientemente mi integración) con un bocadillo de filete a la brasa con cebolla francamente delicioso. Por desgracia, he notado un progresivo descenso en la calidad del filete en días sucesivos, quizás relacionado con el hecho de que no estén renovando el género.  Como me han dicho que en ese mismo puesto no es difícil comer cosas que provocan vómitos, he decidido no volver.

Inciso. La situación en Europa me recuerda cada día más a la descrita en el futuro de la humanidad descrito en “La Máquina del Tiempo”, del gran H.G. Wells, rápidamente resumida en la excelente versión cinematográfica de 1960, “El tiempo en sus manos” (por favor, absténganse de ver el último remake, que se estrenó no hace mucho tiempo). Si tienen un rato para volver a los clásicos, no lo duden. Y luego me cuenten quién es quién. Yo sólo de pensarlo me parto el pecho de risa. 

Por lo demás, pocas novedades. Mañana me marcho a Berlín a pasar el fin de semana y a visitar un mercado navideño que la gente tilda de colosal y grandioso. Ya veremos. Por lo pronto aquí ya ha nevado mucho, pero los alemanes, pese a las caídas, raspones, fracturas y -12 graditos de esta mañana, siguen deslizándose silenciosos en sus bicicletas, en nombre del ahorro de tiempo y/o dinero. Los años, la falta de movimiento de mi coche y las bajas temperaturas han acabo con la heroica trayectoria de mi batería, pero he logrado cambiarla sin tener que lamentar daños mayores. La mayoría de la gente coincide en apreciar que este año ha empezado a nevar muy pronto, demasiado. Ya tenemos casi un codo de nieve en algunos puntos, y con estas temperaturas no es de esperar su fusión, así que si vuelve a nevar seguirá acumulándose con su blancura mortífera. Casi puedo escuchar en la lejanía nocturna el aullido de los zombis. Y se acerca el invierno.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Cada vez con menos que contar, ¡ pero luchando !



Primero de diciembre de 2012. Ya sólo quedan 700 días (gracias a Dios 2014 no será  bisiesto), pero aún así hace ya algún tiempo que me percaté de que iba a ser ciertamente complicado aguantar con los calzoncillos limpios que me proporcionó Rolando en mis últimos días en Berlín. El descenso hacia los sótanos del complejo de pisos en el que habito, donde se encuentran las lavadoras y la secadora, constituye una experiencia siniestra y desagradable. En primer lugar, he de calzarme y abandonar la calentita seguridad propia de mi madriguera, aventurarme en el desierto patio neblinoso y atravesarlo con el cesto de la ropa sucia entre mis manos, mientras intento no toparme con alguna de las bicicletas herrumbrosas que los fantasmales habitantes del edificio tienen a bien colocar por todas partes sin el menor orden ni concierto. A continuación, he de proceder a abrir hasta cuatro puertas distintas CON LA MISMA LLAVE (salvo que quieran evitar que algo o alguien pueda escapar de los sotanos, no le veo la utilidad al sistema), encendiendo el pertinente interruptor en todos y cada uno de los compartimentos estancos situados entre cada tramo de escaleras delimitado por dos puestas consecutivas. Finalmente, tras la última puerta, aguarda la promesa de ropa limpia y perfumada en forma de dos lavadoras del año de la pera que funcionan exclusivamente con monedas de euro, lo que me ha obligado a pedir cambio en el bar más cercano en ya un par de ocasiones. Por lo general, las lavadoras están funcionando o llenas de ropa húmeda de procedencia dudosa que (por supuesto) rehúso tocar con mis manos desnudas. Esto, unido al pavor que me provoca dejar mi ropa sucia allí, expuesta a las bajas pasiones del resto de habitantes del edificio, me suele obligar a cargar de nuevo con ella escaleras arriba, apagando los interruptores uno a uno y cerrando cada una de las puertas CON LA MISMA LLAVE, en cumplimiento de la normativa de la comunidad. La situación resultó especialmente traumática la semana pasada, cuando al abrir la última puerta (cerrada con llave) y encender la luz, me encontré un oriental en cuclillas en la penumbra que observaba absorto cómo su ropa daba vueltas en el tambor de la lavadora. Ni siquiera levantó la mirada, pero he de decir en su descargo que al menos no se estaba manipulando la entrepierna. Ni decir tiene que volví sobre mis propios pasos tratando de no hacer el menor ruido y sin perderlo de vista en ningún momento. En adelante procuraré darle una tercera vuelta a los calzoncillos, en lugar de las dos habituales. No van a ser menos que los calcetines, joder.

Lo de la misma llave para cuatro puertas consecutivas es sólo una expresión más del extraño comportamiento de los alemanes. Supongo que el haber instalado la misma cerradura en todas ellas obedece a algún tipo de decisión económica tomada en las más altas esferas de la institución polimórfica y bicefálica que constituyen aquí la Universidad y la Ciudad Hanseática de Greifswald. Supongo que echarían sus cuentas, estimando el precio de las cerraduras (oferta 4x3) y contraponiéndolo al riesgo de que una banda internacional de ladrones de lavadoras y secadoras cometiese una fechoría en los próximos 15 años, igual calcularon que la posibilidad de ahorrar 3,29 euros era del 74,2 %, lo que, tras media docena de tensas reuniones, les decidió a instalar las cerraduras. Porque ellos son así. El dinero tiene una especie de carácter sagrado en este país (ya lo contaba Dostoievski en "El jugador"). Por supuesto, esto conlleva cosas positivas y cosas negativas. En el ámbito profesional me parece excelente, irreprochable: comparan los precios de todos los proveedores y controlan hasta el último céntimo los pedidos, por ejemplo poniendo buen cuidado en no incurrir en el cargo de gastos de envío innecesarios. Por otro lado, como consumidor me resulta ligeramente molesto que todos los artículos del supermercado tengan precios acabados en 9. Todo aquí cuesta 0,99; 1,99; 2,29 y así sucesivamente, en una estrategia que me parece insultante. Como aún no me he acostumbrado, esto me ha llevado además a acumular un buen número de monedas de un céntimo en casa, con las que no sé bien qué hacer. Pero ya me habituaré a llevarlas encima para pagar, no es mayor problema. El carácter sacro del dinero tiene, no obstante, sus ventajas, y si algún dependiente se percata de que te ha dado vueltas de menos, no duda en perseguirte por la calle gritando para no incurrir en el pecado venial de quedarse con treinta céntimos que no le correspondían, lo que por supuesto es de agradecer. Ahora bien, en lo personal su postura con respecto al vil metal me hace pensar que en ocasiones estoy tratando con alienígenas. Si pagas los cafés te miran un tanto alucinados, como si les fueses a pedir algo a cambio. Hasta te preguntan si estás seguro... Y eso por no hablar en caliente de la bici que me ha vendido una que se marchaba del laboratorio, porque hace falta ser miserable para VENDER algo así. Eso para el próximo capítulo, que tiene telita: diferencias entre Alemania y España en el contexto de la crisis y mucho más allá.  Besitos.

P.D. Ya sé cómo definir el gesto que tienen los greifswalditas en la cara: es la expresión de tristeza propia de quien lleva demasiado tiempo esperando algo que nunca llega a ocurrir.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Las calles de Greifswald (II)



Por la carretera que sale de Greifswald dirección Anklam, justo en frente del MediaMarkt (punto neurálgico de los fines de semana greifswalditas que durante estos días celebra su décimo aniversario con ofertas más bien discretas) se levanta la inmensa mole del Instituto Max Planck para la Física del Plasma. Se trata de un gigantesco complejo en el que, básicamente, se está construyendo un reactor experimental de fusión nuclear mediante confinamiento magnético de plasma. Acojona bastante sólo con teclearlo. Al parecer las autoridades decidieron colocarlo aquí valiéndose del irreprochable argumento de que si pasase algo cataclísmico –Dios no lo quiera, por supuesto–,  pues que pase en Greifswald, coño, que al fin y al cabo es una zona del todo prescindible dentro del panorama socio-económico-cultural alemán. Es como si tu archienemigo te tiene a su merced, encadenado a una silla, mientras te mira con cara de zumbado con una sierra de calar entre sus manos y te pregunta: “¿Qué parte de tu cuerpo prefieres que te quite para el cocido?” y tú, en plan en plan tío frío, duro y con nervios de acero, te permites responderle que te haría un favor si empezase por las almorranas.

 Por cierto que a poca distancia de la mole del Max Planck pasa uno de los mayores gaseoductos del mundo (al menos el más largo), que trae calorcito a los alemanes desde Rusia, inaugurado a pleno rendimiento hace apenas un mes. Aunque tradicionalmente se suele considerar que dentro de la concatenación de cagadas que conducen a un desastre improbable cada cagada individual es estadística independiente del resto, no hay nada más falso. Recientes estudios de las más prestigiosas universidades norteamericanas han revelado que con cada cagada que se comete en una situación de este tipo aumenta de manera exponencial la posibilidad de que acontezca la siguiente. De este modo, llegada la tercera o cuarta cagada, la inercia del proceso es tan enorme que lo que en un principio parecía impensable se torna inevitable y toda la buena voluntad del mundo resulta irrisoria para evitar la catástrofe. Se da la circunstancia adicional de que aquí, también en las inmediaciones de Greifswald, se encuentra en pleno desmantelamiento y llenita a rebosar de residuos radioactivos unas de las mayores centrales nucleares del mundo, que por cierto ya sufrió una fusión parcial de su núcleo allá por 1989. Vamos, que en unos pocos kilómetros confluyen todos los ingredientes para que se produzca el efecto dominó termogaseonuclear sin precedentes y que sería digno de Mortadelo y Filemón (por cierto, siempre escuché que eran enormemente populares en Alemania y he podido corroborarlo; en uno de los mercadillos al aire libre que proliferan durante los fines de semana berlineses tuve el otro día ocasión de adquirir la edición alemana de la legendaria “Un crecepelo infalible”, una de las más célebres historietas de 44 páginas de los aquí denominados “Clever & Smart”: los dos euros mejor gastados de mi vida).

En cuanto a lo demás, poca posa y me da que esa va a ser la tónica durante algunas semanas. Quiero desmitificar lo del frío, por el momento. Noviembre aquí no es en absoluto peor que en la hermosa submeseta norte española, aunque seguro que en enero y febrero vendrán mucho peor dadas. Pero por el momento, para que os podáis hacer una idea, ni siquiera ha helado. Mis paseíllos por la ciudad, variados en cuento a su trayectoria pero con dos únicos puntos de salida y llegada alternantes (mi madriguera y el Instituto de Bioquímica, que me parecía grande hasta que vi el Max Planck) han revelado que no es fea, pero tal y como parecía en los primeros y neblinosos días, está tan muerta que resulta impensable que 13000 estudiantes la habiten. Es como si hubiese un toque de queda o algo así. Se deslizan silenciosamente en sus bicicletas y se meten en casa, como si les diese vergüenza que los viesen por la calle, como si sus espaldas se encorvasen bajo el peso de algún innombrable estigma ancestral (esta semana ha salido a flote que IKEA utilizó en sus fábricas de esta zona presos políticos durante los años 60 y 70). Y eso que ya os digo que el tiempo, de momento, si bien no acompaña sí respeta bastante. Dentro de un mes, cuando empiece a hacer rasca de verdad y sea de noche a las tres de la tarde, no sé en qué se va a convertir esto. Igual lo de Silent Hill se queda corto. Además me han dicho que en invierno no es raro que la ciudad quede bastante aislada por la nieve. En ese caso, sólo quedará comprar en eBay un arma de fuego de gran calibre y sentarse ante la puerta de la casa, esperando la avalancha de zombis con la esperanza de que el sentido común me permita guardar la última bala para mí.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Las calles de Greifswald (I)



    Escribo ya desde Greifswald, a las orillas del mar Báltico. Llegué aquí hace unos cuatro días. Atrás quedaron las interminables mañanas en la clase de alemán y la imagen de todos aquellos niños indolentes y resacosos desparramados en sus sillas, obligados a acudir al curso por sus ricos padres desde los rincones más rocambolescos de los países emergentes, jugueteando sus ipads mientras los profesores (todos ellos excelentes, con una mención especial para el gran Volker, aunque encorsetados en el horroroso sistema Tangram, el mismo con el que quitan las ganas de aprender alemán en la Escuela Oficial de Idiomas de Castilla y León) trataban de hacerlos entrar en razón de la manera más educada. Quedaron también atrás los lastimeros maullidos de Mili cuando Rolando no atendía sus necesidades afectivas, el trasiego de personajes en los tranvías, los largos paseos por los museos y el aroma a canela y manzana asada de los Strudel del Café Einstein. Todo quedo sepultado por el tiempo, los kilómetros y un extraordinario salto dimensional.

    Siempre que le decía a algún berlinés que me iba a venir aquí para dos añitos, había tan sólo dos reacciones posibles: lástima o hilaridad. La gente mayor, los que han vivido en toda su crudeza la división de Berlín por el muro y la guerra fría, suelen optar por el primer sentimiento: me compadecen. Me preguntan que por qué, que si está tan mal la cosa en España, que para qué querría un chico joven y sano ir a un lugar así. Les suena a historia triste, probablemente porque el nombre de Greifswald está para ellos cuajado de las siniestras resonancias de la RDA. Los jóvenes, por su parte, se descojonan de mí: “lo único bueno de Greifswald es que está a dos horas de Hamburgo y a dos horas de Berlín”, escuche hace ya un año cuando le comenté la jugada a uno de Friburgo en un congreso. En general, siempre suelto la misma cantinela (en realidad, porque ya me sé las frases de memoria en alemán y en inglés): que si yo también vengo de ciudades pequeñas en España, de provincias, más o menos conservadoras, frías, no muy cosmopolitas que digamos, sin una vida cultural demasiado activa, que me gusta mucho la naturaleza, que, en resumidas cuentas, confío en adaptarme bien. Un yanqui que conocía el asunto de primera mano me dio la clave uno los últimos días en Berlín, después de escuchar mi letanía: “No tienes ni puta idea de lo que es ese sitio, chaval. Un pueblo de 2.000 habitantes en España parece Nueva York comparado con Greifswald”. En ese momento se me pusieron los genitales de corbata. Pocos días después pude comprobar hasta qué punto aquel Hawaiano tenía razón.

     Además, tuve la fortuna de llegar a Greifswald en un día típico en lo climatológico (niebla y calabobos) y festivo en lo laboral (que no nos vendan la moto en los telediarios: en Alemania hay días festivos y no los mueven a los lunes o los viernes. Sólo a lo largo de octubre ha habido dos fiestas nacionales, el 3 y el 31). Quien haya jugado a la saga “Silent Hill” o visto la película (pinchar aquí), no necesita seguir leyendo. Para los demás, calles desiertas, cobertizos abandonados, señales de tráfico incomprensibles (ya he sido multado por aparcar mal), un silencio tenso predecesor de tragedias, grandes iglesias evangélicas recortando en la niebla sus oscuras moles y, de cuando en cuando, las sombra de alguno de sus atribulados habitantes deslizándose sigilosa hacia un portal. La manifestación del partido neonazi (bautizado como subterfugio con las siglas NPD) que me encontré en plena calle mayor al día siguiente no ayudó a mejorar mi primera impresión.

    Incluso los nativos no dudan en calificar a la ciudad de insoportablemente aburrida. Veremos. Lo cierto es que pese a su antigüedad y la de su Universidad (fundada en 1456 por algún pastor evangélico iluminado), no ha prosperado demasiado y sus 60.000 habitantes parecen permanecer en ella muy a pesar suyo. Sin embargo, incluso aquí, a la orilla del Báltico, y aunque sin demasiadas ganas, los alemanes subsisten y proliferan lentamente, quizás a la espera de un mesías que los guie a un sitio más calentito.

sábado, 20 de octubre de 2012

Las calles de Berlín (I)



La decoración de la casa de Rolando constituye un extraordinario museo del kitsch. Podría hasta pedir subvenciones para su conservación. Todo lo que el buen hombre ahorra no saliendo de casa se lo gasta en viajes organizados por el INSERSO alemán o alguna organización equivalente, y los durillos que le sobran durante el viaje los invierte en adquirir suvenires del gusto más dudoso (lo que contrasta con su interés por la geografía, ciencia de un buen gusto excelente). Conviven en las paredes y estanterías del salón un sinfín de jarras de cerveza con el nombre de cada ciudad de Alemania, navajas suizas, machetes, matriuskas made in China, postales sin matasellar, banderitas de nailon de las más diversas nacionalidades, una gorra de marinero, un catalejo, calendarios de gatitos aún no conscientes de su maldad, guirnaldas de flores plástico enroscadas en las tuberías de cobre de la calefacción, termómetros escalados en grados Celsius y Fahrenheit, caricaturas de sus tres hijas (dos matrimoniales y otra que vive en Frankfurt, fruto de una veleidad juvenil “hace mucho, mucho tiempo”), ceniceros con monumentos dibujados, un mapa de Italia bordado en una sábana, dos bolas de nieve (una con las torres de la plaza vieja de Praga y otra que encierra la catedral de Milán) y un sinfín de horteradillas por el estilo, que si bien tomadas una por una no tendrían la menor importancia, en conjunto constituyen un sentido y significativo homenaje a la industria de los recuerdos low cost para turistas centroeuropeos. Se echan de menos sobre la televisión el toro con las banderillas y la sevillana embutida en su traje de gitana, pero estos aparatos de hoy en día, tan planos, no permiten la instalación de tales exquisiteces.   

Mi habitación no es ninguna excepción y se encuentra completamente atestada de objetos de la misma calaña, salvo una pared tapizada de mapas físicos y políticos de Alemania, Europa y el Mundo (cosa que me fascina, como a casi todo hijo de vecino). Sobre los cráneos y cornamentas de ungulados que tapizan la pared frente a los mapas (ocho de corzo, dos de ciervo, uno de gamo y otro más de muflón), a los que se suman unas cuchillas de jabalí, Rolando me ha explicado que le dio por ahí cuando era joven y vivía en la antigua RDA, que entonces no había mucho más que hacer, pero que ahora no le dispararía jamás a un animal, sólo a determinadas personas, como los grafiteros que inundan la ciudad desde que cayó el Muro. Incluyo a continuación tres fotos tomadas con mi teléfono, para que se hagan ustedes una idea del espectáculo que contemplo al despertar cada mañana y que tanto me impactó a mi llegada hace mes y medio.





Y sí, es verdad, las calles de Berlín están completamente pintarrajeadas de arriba a abajo, sobre todo una vez uno se aleja del cogollito más céntrico. Para mi mentalidad española, todo funciona extraordinariamente bien aquí, pero para los alemanes que no son berlineses, esta ciudad representa la suciedad, el desbarajuste y el caos más absoluto. Hojas otoñales que nadie recoge, colillas en las paradas del autobús, pintadas, jardines descuidados, peatones cruzando la calzada con el semáforo en rojo, o incluso por cualquier sitio… vamos, inconcebible. 

Lo cierto es que Berlín tiene de todo, y los combina admirablemente bien. Personalmente, soy un chico de provincias y prefiero los asentamientos humanos chiquititos, pero la verdad es que Berlín es el hábitat natural del urbanita, con casi todas las ventajas y casi ninguno de los inconvenientes de una gran ciudad. Es barata, es tranquila y la gente se muestra en general  bastante amigable (sobre todo, y según se dice, en relación al alemán medio que en breve tendré ocasión de conocer). Nunca hay grandes atascos y los conductores son extraordinariamente pacientes, deben ver una verdadera tropelía para atreverse a tocar el claxon. La red de transporte público es simplemente espectacular (aunque aun así, y debido a la monstruosa extensión de Berlín, se puede tardar un buen rato en llegar a algunos sitios) y la oferta cultural tremenda, desbordante (tanto que servidor, chico de pueblo, no entiende ni cómo podría llegar a disfrutarla por no haber sido nunca entrenado para ello). Hay en ella un sinfín de restaurantes, y la inmensa mayoría están llenos. Hay edificios ocupados en barrios lujosos y edificios lujosos en barrios marginales. Hay simplemente de todo. Menos playa.

No es una ciudad bonita en sentido estricto, aunque tenga lugares con cierto encanto. Berlín no es interesante por cómo es, sino por lo que en ella ocurre de manera constante. Nunca se detiene (los fines de semana, el trasporte público funciona las 24 horas y siempre va lleno) y sin embargo no estresa en absoluto. El gran problema aquí es encontrar un trabajo de cualificación media. Hay numerosos centros de investigación y universidades, y una inmensa gama de posibilidades en hostelería, pero la industria brilla por su ausencia (en conjunto, la ciudad exhibe un 18 % de desempleo frente a una media nacional del 8 %). Cada día tres millones de almas se lanzan a patrullar sus sucias calles, buscando un poco de suerte, a pie, con cadenciosos pedaleos o entregándose al monótono traqueteo de los tranvías. Entre ellas se cuentan tropecientos mil estudiantes de alemán, cientos de travestis, músicos callejeros, 7863 estoicos camareros vietnamitas que jamás enferman y que no conciben el descanso,  talabarteros, trapecistas, un sinfín de obreros eslavos con monos azules que huelen a sudor y tabaco por las tardes y a colonia barata por las mañanas, 200.000 rubias de bote, docenas y docenas de hombres de negocios con sus ordenadores portátiles encorsetados en trajes azul marino o gris marengo, un montón de perroflautas, putas, puteros, un buen puñado de yonkis de carnes trémulas y miradas perdidas, niños con mochilas gigantescas, un número indeterminado pero a buen seguro elevado de pederastas, diputados, turistas consultando mapas, buscavidas, taxistas turcos, vendedores ambulantes de salchichas con mostaza y un millar de madres solteras rusas en busca de la redención.